Plovdiv era la ciudad viva más
antigua de Europa, según leí en un artículo que la calificaba de “antigua y
atemporal, colorida y viva, acogedora y vigorizante”. Con esa carta de
presentación todos mis miedos se evadieron. Ni siquiera el calor podía
combatirla.
La ciudad estaba estructurada
sobre siete colinas, al igual que Roma, lo que le otorgaba un mayor prestigio
por comparación con la ciudad eterna, a pesar de que la séptima, Markovo Tepe,
había sido destruida a principios del siglo XIX. Plinio, en el siglo I d.C. la
denominó Trimontium, la de las tres colinas.
Si nos remontamos al siglo XII
a.C., nos asalta la Eumolpia tracia, que tomaba su nombre de Eumolpio, hijo de
Poseidón y Quione, coetáneo de Troya y Micenas. La ciudad se considera fundada en
el 342 a.C. por el padre de Alejandro Magno, Filipo II, que la bautizó como
Filipópolis. Los romanos llegaron en el 183 a.C. Habían conquistado el reino de
Macedonia. Se convirtió en la capital de la provincia de Tracia.
Caminé solo unos pasos y
retrocedí varios siglos, hasta el siglo II. Estaba ante los restos del estadio
romano, una parte de la antigua muralla y del acueducto. Estaban consolidados
en medio de las construcciones modernas de la plaza. Y me dejé absorber por su
energía, por los espíritus de los personajes que habían competido en él.
Bajé unas escaleras y observé
las gradas del extremo norte. El resto el estadio quedaba bajo la avenida
principal, peatonal, Knyaz Alexander I. Entré por uno de los vomitorios hasta
el lugar donde se celebraban los espectáculos para un público de unos treinta
mil espectadores, lo cual da idea de la importancia del lugar. Trimontium era
una ciudad próspera, un importante cruce de caminos, un punto estratégico. Al
otro extremo, la antigua biblioteca y los foros.
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