Para un idilio se necesita un
flechazo y yo lo sentí con esa combinación de la mezquita, el estadio, el
ambiente gozoso y la luz intensa, que ya no me parecía transportar tanto calor.
Supe que la ciudad me enamoraría. Así, de pronto, de forma irracional, como
deben ser los auténticos enamoramientos que son inmunes a todo lo que no sea
inmortalidad.
Entré en la mezquita Dzhumaya, la
mezquita del Viernes, que se remontaba a 1364, los años inmediatos a la
conquista otomana. Los turcos denominaron a la ciudad Filibe. Los vestigios de
aquella época eran abundantes, acordes con la importancia que cobró la ciudad.
Los encontraría a lo largo de mi exploración.
La mezquita de las nueve cúpulas
estaba solitaria, al contrario que el café adjunto, donde la gente se solazaba
a la sombra con un café, un refresco y algo para reponer fuerzas. Las tres
naves estaban magníficamente decoradas. Se alternaba la decoración floral con
la geométrica y la caligráfica, con esa gracia cúfica que era el instrumento
para reflejar el Corán en los muros y cúpulas. El mihrab, que marcaba la
dirección a La Meca, era elegante y sereno. El mimbar, el púlpito
adjunto, armónico. Me acerqué con cuidado para no interferir en la plegaria de
un creyente, de un pomark, como llamaban a los musulmanes búlgaros.
Turquía había contribuido, una década atrás, a su rehabilitación.
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