Viajar es un estado de ánimo.
Viajar nos transforma, nos ayuda a ver lo que otros dejan pasar, nos alimenta
de sentimientos, cambia nuestra percepción y nuestra actitud. Donde se alzan unas
incómodas obras que nos cortan el paso observamos la oportunidad de explorar
otra ruta. Donde topamos con una cuesta contemplamos un reto. Donde nos
enfrentamos a una calle solitaria la rellenamos con nuestros pensamientos y
dejamos que la imaginación saque toda la creatividad de nuestra mente.
Mi primera hora en Plovdiv fue
bastante desalentadora. La estación estaba a algo más de kilómetro y medio del
centro de la ciudad, el calor era furioso y en ascenso y unas obras cortaban el
paso, por lo que tuve que desviarme y tirar de intuición. Marcaron mi ruta dos
chicas jóvenes que tenían pinta de saber por dónde iban, pero me puse a hacer
fotos y les perdí el rastro. Me pasó como una exhalación otra joven alta y con
unas piernas larguísimas que me dejó atrás sin necesidad de tirar de la excusa
de las fotos. Pregunté un par de veces (alguna más, lo reconozco) y me fueron
reorientando. Esos primeros barrios eran cutres a rabiar. ¿Me había equivocado?
Reconozco que lo había hecho francamente mal. Incluso con la referencia del bulevar
6 de Septiembre tuve dudas al confundir una mezquita con un museo bastante
alejado. Pasé el museo de Historia Natural y por la calle Hristo G. Danov alcancé
una calle peatonal que estaba animadísima. Estaba junto al estadio romano y una
mezquita de buenas proporciones. Cambiaba mi suerte y me ponía en modo viajero.
Necesitaba ese ajuste adicional.
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