El paisaje me decía poco. Era
una extensa llanura. A tramos regulares se anunciaba una espesa capa de
árboles. El país gozaba de una buena riqueza forestal. En época otomana había
mermado considerablemente. La monotonía me llevó a echar una buena cabezada.
Reconozco que se me hizo un poco largo el viaje.
En mis sueños aparecían los
guerreros tracios sobre sus muy queridos caballos. Iban cubiertos de pieles de
zorro, túnicas y mantos, como leí en el catálogo de “Los tracios”, que les
llegaban a los pies. Según Heródoto “calzaban botas de piel de cervato que les
llegaban a las pantorrillas e iban armados con venablos, escudos ligeros y
puñales pequeños”. El historiador griego los calificaba como un pueblo numeroso,
aunque muy segmentado por el tribalismo, valientes, caracterizados por la
creencia de que este mundo era un tránsito a la inmortalidad. Quizá por ello
ejecutaron aquellas magníficas tumbas excavadas en las que depositaron unos
lujosos ajuares que nos han transmitido una valiosa información. El Valle de
los Reyes Tracios quedará para un futuro viaje. Las minas de oro y plata les
convirtieron en un pueblo rico.
Me imaginé al rey Reso
dirigiéndose a cumplir con su alianza con los troyanos en la guerra de Troya. O
ayudando a los persas frente a los griegos, poniendo su tropa de expertos
guerreros a su disposición.
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