Por la noche había preparado la
maleta para dejarla en consigna en el hotel, al que regresaría al día siguiente
por la noche. No merecía la pena transportarla ya que mediatizaría mi
desplazamiento. Un acierto. El segundo fue dejar la guía, que pesaba lo suyo, y
la cámara grande, otro trasto. Hice fotos de las seis páginas de la guía sobre
Plovdiv. Suficiente para orientarme y saber lo que necesitaba visitar. El zoom
de la cámara se había estropeado y no funcionaba como gran angular. El móvil me
serviría eficazmente, aunque no fuera comparable su calidad.
El breve trayecto hasta la
estación carecía de encanto o atractivo. La estación me pareció bastante
adecuada, grande, moderna, aunque me entró un sudor frío al comprobar que los
carteles estaban en cirílico. Uno espera que tras la información en este
alfabeto aparezca luego en el latino. O que después del aviso por megafonía en
búlgaro le siga el mensaje en inglés. Me temo que no. Menos mal que los números
eran perfectamente inteligibles, aunque no sabía si mi tren o vagón sería del
sector este u oeste. El mogollón de gente que se movilizó cuando salió el andén
8 me sacó de dudas. Si nos equivocábamos lo haríamos en masa: ¡solidaridad! Con
los bríos que me había aportado una especie de bocata grasiento comprado en una
máquina me lancé a la conquista del andén con tan disciplinado ejército de
herederos del espíritu tracio.
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