Cuentan que los comerciantes
griegos, que se desperdigaron por el mundo conocido de aquellos tiempos, que,
en Tracia, que el almirante Escílax de Carrianda situaba entre las
desembocaduras del río Estrimón y el Istro, como denominaban al Danubio,
buscaron muchos productos, aunque hubo uno muy apreciado: el castóreo. Como
destacaba Gregorio Luri, comisario de la exposición “Los tracios. Tesoros
enigmáticos de Bulgaria”, se trataba de una “sustancia untuosa segregada por el
castor, que tanto servía para conciliar el sueño como para despertar a los
letárgicos, curar los sofocos de la matriz, el vértigo, los espasmos, la
ciática y los males del estómago, aliviar a los epilépticos… y amansar los
furores de los flatulentos”.
No me hubiera importado nada
pegarme un lingotazo de aquella sustancia, aunque mi cuadro de males o
molestias era infinitamente más reducido, centrado en el sueño y el cansancio
muscular. Tampoco hubiera venido mal para prevenir todo ese cuadro de dolencias.
A las 7 de la mañana, hora en que sonó el despertador del móvil, me tuve que
conformar con un café en la habitación ya que el desayunador estaba cerrado y
abriría cuando me pusiera en camino hacia la estación de tren.
La tarde anterior había
preguntado al amable joven de recepción dónde estaba la estación central.
Internet me daba información contradictoria. Me convenció de que estaba muy
cerca, a dos paradas de tranvía, uno de esos que al pasar frente al hotel
montaba una bronca impresionante. Caminando eran entre 10 y 15 minutos. No
había peligro de llegar tarde. El tren salía a las 8,15.
0 comments:
Publicar un comentario