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Un paseo por Sofía y Plovdiv 44. Del castóreo y otras elucubraciones.

 


Cuentan que los comerciantes griegos, que se desperdigaron por el mundo conocido de aquellos tiempos, que, en Tracia, que el almirante Escílax de Carrianda situaba entre las desembocaduras del río Estrimón y el Istro, como denominaban al Danubio, buscaron muchos productos, aunque hubo uno muy apreciado: el castóreo. Como destacaba Gregorio Luri, comisario de la exposición “Los tracios. Tesoros enigmáticos de Bulgaria”, se trataba de una “sustancia untuosa segregada por el castor, que tanto servía para conciliar el sueño como para despertar a los letárgicos, curar los sofocos de la matriz, el vértigo, los espasmos, la ciática y los males del estómago, aliviar a los epilépticos… y amansar los furores de los flatulentos”.



No me hubiera importado nada pegarme un lingotazo de aquella sustancia, aunque mi cuadro de males o molestias era infinitamente más reducido, centrado en el sueño y el cansancio muscular. Tampoco hubiera venido mal para prevenir todo ese cuadro de dolencias. A las 7 de la mañana, hora en que sonó el despertador del móvil, me tuve que conformar con un café en la habitación ya que el desayunador estaba cerrado y abriría cuando me pusiera en camino hacia la estación de tren.

La tarde anterior había preguntado al amable joven de recepción dónde estaba la estación central. Internet me daba información contradictoria. Me convenció de que estaba muy cerca, a dos paradas de tranvía, uno de esos que al pasar frente al hotel montaba una bronca impresionante. Caminando eran entre 10 y 15 minutos. No había peligro de llegar tarde. El tren salía a las 8,15.

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