Estas tumbas eran ricas en
objetos fabulosos, como ropa, joyas o armas, y otros para la otra vida, para el
camino, como alimentos o monedas con los que pagar la tarifa a Caronte por el
paso tras la muerte. Alrededor podía haber otras tumbas que contenían
carruajes, animales, como caballos, perros toros o ciervos. Me recordaron a las
tumbas egipcias. Esos objetos en oro y plata habían aportado una información
muy relevante.
Muchos de esos túmulos fueron
magníficas obras de arquitectura con varias estancias o un templo, cubiertas
por bóvedas o cúpulas, adornados sus muros y techos con frescos y relieves que
representaban momentos cotidianos o hazañas del jefe tracio que era divinizado
a su muerte, de ahí que fueran objeto de veneración y se utilizaran como
lugares de culto. La cámara de los santuarios simbolizaba el útero de la Madre-Tierra
con una función iniciática. Quien entraba en ese lugar sagrado era recibido por
el sacerdote-iniciador. La ceremonia se celebraba cuando la luz del sol
penetraba en la cámara, el momento de la hierogamia, la relación sexual entre
la Tierra y el Sol. El Sol, que era el Hijo, entraba en el útero de la Madre-Tierra,
de la Diosa-Madre que se convertía en Fuego, que era el Hijo con distinta
apariencia. El Hijo-Sol había trazado una senda de energía cósmica en la
fecundación.
Era el momento de entrar al
museo.
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