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Un paseo por Sofía y Plovdiv 42. Los colores del atardecer.


 

Creo que salí en el momento adecuado y fui premiado con hermosos colores de atardecer que se posaban sobre la parte superior de los edificios en tonos cálidos. Las sombras resaltaban el contraste y acrecentaban el efecto cromático.

Soy un fiel admirador de los atardeceres y siempre que puedo los disfruto con calma. Me gusta sentarme en un lugar y contemplar sus evoluciones, cómo el sol se agazapa en el horizonte o, como en aquel caso, tras los edificios. Es una sensación acariciante y cuando has estado ajetreado todo el día es la mejor forma de relajarse, de recuperar tu interioridad, de charlar con tu alma o de reevaluar la experiencia de la jornada.



Aquella experiencia era efímera, lo que aumentaba más su valor. Sí, al día siguiente disfrutaría de otro atardecer, si estaba atento y organizaba mi tiempo para ello. Otro atardecer, distinto, único. Por eso había que valorarlo con un extra de atención. Después, la penumbra, la sensualidad de la noche, un mundo distinto con otra forma de gozar.

Esas primeras sombras me acercaron hasta el bulevar Vitosha, mi gran descubrimiento de la tarde anterior. Rebosaba vitalidad, más aún al ser viernes y atraer a la gente que estrenaba fin de semana.



No fue fácil encontrar mesa. Lo intenté en un par de sitios bastante bien montados y acabé en una amplia terraza desde la que pude contemplar la procesión de lugareños y visitantes, el espectáculo ciudadano gratuito que tanto me gustaba. Una cerveza y unos excelentes raviolis me costaron 25 levas.


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