Creo que salí en el momento
adecuado y fui premiado con hermosos colores de atardecer que se posaban sobre
la parte superior de los edificios en tonos cálidos. Las sombras resaltaban el
contraste y acrecentaban el efecto cromático.
Soy un fiel admirador de los
atardeceres y siempre que puedo los disfruto con calma. Me gusta sentarme en un
lugar y contemplar sus evoluciones, cómo el sol se agazapa en el horizonte o,
como en aquel caso, tras los edificios. Es una sensación acariciante y cuando
has estado ajetreado todo el día es la mejor forma de relajarse, de recuperar
tu interioridad, de charlar con tu alma o de reevaluar la experiencia de la
jornada.
Aquella experiencia era efímera,
lo que aumentaba más su valor. Sí, al día siguiente disfrutaría de otro
atardecer, si estaba atento y organizaba mi tiempo para ello. Otro atardecer,
distinto, único. Por eso había que valorarlo con un extra de atención. Después,
la penumbra, la sensualidad de la noche, un mundo distinto con otra forma de
gozar.
Esas primeras sombras me
acercaron hasta el bulevar Vitosha, mi gran descubrimiento de la tarde
anterior. Rebosaba vitalidad, más aún al ser viernes y atraer a la gente que
estrenaba fin de semana.
No fue fácil encontrar mesa. Lo
intenté en un par de sitios bastante bien montados y acabé en una amplia
terraza desde la que pude contemplar la procesión de lugareños y visitantes, el
espectáculo ciudadano gratuito que tanto me gustaba. Una cerveza y unos
excelentes raviolis me costaron 25 levas.
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