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Un paseo por Sofía y Plovdiv 40. El monasterio de Rila IV. El museo y la torre Hrelyo.


 

Aún tenía algo de tiempo por lo que me decidí a entrar al museo. En él encontré muchos de los elementos que se salvaron del incendio de 1833, tales como iconos, frescos arrancados y objetos litúrgicos. También, muchas donaciones de instituciones religiosas rusas y de otros países ortodoxos, lo que ratificaba el prestigio internacional de Rila. Mantos funerarios espectaculares, cálices, libros, documentos, ternos y otra parafernalia eclesiástica se sucedían en cuidadas vitrinas.



La pieza más espectacular era la cruz de Rafael con sus miniaturas talladas con aguja y enmarcadas en plata. Dicen que aquel esfuerzo de 12 años le costó la vista.

Al observar la imprenta y la colección de libros del monasterio me acordé de Neofit Rilski. Había pasado ante su lápida junto a la iglesia. Aquí pasó los últimos 29 años de su vida como abad o igumen. Fue un gran difusor de la cultura búlgara y un personaje esencial para comprender el resurgimiento nacional del siglo XIX.



Subí a la torre Hrelyo. Desde lo alto las vistas sobre la montaña y el bosque eran estupendas. Estaba a 1400 metros de altitud en un hermoso valle. El valle desprendía aislamiento, paz, meditación. En la parte superior hubo una capilla que aún conservaba parte de los frescos que la adornaron.



Había aprovechado muy bien las tres horas dedicadas al lugar más sagrado de Bulgaria.

Creo que a causa del descenso y del cansancio nos quedamos dormidos todos. No recuerdo que vibrara pieza alguna del autocar. Cuando volví a abrir los ojos estábamos en los alrededores de Sofía. Notaba el descanso y, sobre todo, la satisfacción.

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