Describir toda la serie de
pinturas sería extenso e inútil. Era una experiencia tan personal que lo único
que haría es quizá confundir al lector o al futuro visitante. Predominaba el
infierno, con escenas de Zahari Zograf, el gran artista del siglo XIX, que nos
trasladaban a un mundo de castigo con algunos seres impactantes. Sin embargo,
el resultado era luminoso. Me senté en un muro bajo y contemplé y fotografié el
conjunto. Me impregné de aquellas escenas. Intentar descifrarlas e
identificarlas me ayudó a disfrutarlas. El dramatismo, la fe, la inocencia, a
veces, el peligro del castigo, la magnanimidad, la nobleza, el clero, el pueblo
llano… todo tenía un hueco en aquella Biblia.
El interior era aún más
espectacular. La luz se filtraba con fuerza por las pequeñas ventanas, desde la
cúpula con el Cristo pantocrátor, sereno, majestuoso. La vista se fue
acostumbrando a la penumbra. Empezaba a conocer los ciclos religiosos de las
diversas escenas cargadas de solemnidad.
Lubomir nos llevó hasta la tumba
del último gran rey, Boris III (el reinado de su hijo fue muy breve). Murió
envenenado poco antes de terminar la Segunda Guerra Mundial. Se desconoce si
fueron los comunistas, que ya habían atentado contra él en la iglesia Sveti
Nedelya de Sofía, en 1925, o los nazis, como represalia por no deportar a los
judíos. Sólo estaba enterrado su corazón. Su cuerpo había sido sepultado en
otro lugar y cuando abrieron su tumba para trasladarlo a Rila encontraron con
sorpresa que únicamente se conservaba el corazón.
Me impresionaron la inmensa
lámpara y el alto iconostasio. En el centro, un andamio y el desarrollo de una
rehabilitación.
Di varias vueltas y me colé por
todos los rincones. Impresionante.
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