A 33 kilómetros, un cartel
obligaba a salir de la carretera hacia Grecia para conducirnos a Rilski
Manastir. El cartel estaba en nuestro alfabeto latino. La carretera era de
doble dirección, se internaba en la montaña, serpenteaba al capricho del río,
subía ligeramente, partía en dos el espeso arbolado que permitía praderas,
restaurantes, alguna concentración de casas. Era bosque de ermitaños. El verdor
dominaba la naturaleza.
Estábamos en el Parque Nacional
de Rila, el más grande del país, con una riqueza de fauna y flora envidiables. Según
la guía, su nombre derivaba de la palabra tracia “rula”, abundancia de agua. Aquí
nacían varios ríos balcánicos. Lo que observaba eran píceas, abetos y pinos
macedonios, según esa publicación. Quizá me arrepintiera de no haber contratado
la excursión con el complemento de una caminata por alguno de los siete lagos
glaciares, pero hubiera sido una paliza inmensa. Quedará para otra ocasión.
En cuanto a la fauna, lobos,
osos, jabalíes, gamuzas balcánicas, sushliks (ardillas terrestres),
treparriscos y chovas alpinas eran sus grandes atractivos, que no pude
disfrutar.
Todas las personas con las que
había hablado de Bulgaria me habían aconsejado visitar el monasterio fundado
por San Juan de Rila en el siglo X. Y todas me habían insistido en penetrar en
el bosque, la reserva boscosa del monasterio, hasta la cueva y la capilla en
donde inició su vida de retiro el santo. El problema es que estaba a una hora a
pie, con lo que había que elegir entre el bosque y el monasterio. Quizá hubiera
podido penetrar un poco en esa senda y hacerme una idea. No tuve tiempo
suficiente. Engrosó la lista del pendiente.
La fama de hombre sabio y
sanador de San Juan creció y sus seguidores le convencieron para la
construcción del monasterio que ha permanecido activo durante siglos, incluso
durante la dominación otomana. Llegó a reunir una comunidad de unos 200 monjes.
En la actualidad eran tan solo seis, lo que había supuesto reconvertir una
parte importante de sus dependencias en hospedería. Debía ser una gran
experiencia alojarse en tan sagrado lugar.
El monacato estaba en severa
recesión, según refirió Lubomir. Los monjes no podían casarse y su vida era
bastante dura, entregada a muchas privaciones que compensaban su compromiso de
fe. Los sacerdotes, sin embargo, estaban obligados a casarse antes de acceder
al sacerdocio. Si se divorciaban perdían su condición. Estaba claro que las
mujeres tenían la sartén por el mango, según bromeó Lubomir.
El último tramo de la carretera
me convenció de que aquel camino tenía algo de iniciático. El peregrino
sentiría que se alejaba del mundo mortal y del pecado, de moral laxa,
contaminado. El frescor del bosque le abriría los poros de la percepción
espiritual, le prepararían para cierta transformación o conversión. Entraba en
otra dimensión.
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