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Un paseo por Sofía y Plovdiv 35. Luz y campos en el camino hacia Rila.


 

Volví a situarme junto a mi compañero japonés y mantuvimos nuestro diálogo silencioso. A veces apuntábamos uno u otro una curiosidad del paisaje. Nos quedamos fritos simultáneamente o alternativamente. Fui tomando notas mientras los vaivenes me lo permitieron.

Tuve conciencia de lo difícil que hubiera sido conducir por aquellas carreteras sin un navegador. En la autovía los carteles estaban en doble alfabeto, cirílico y latino. En otras, las secundarias, lo habitual era que estuvieran sólo en el primero. Como para adivinar lo que ponía.

Quedaban dos horas de trayecto hasta Rila, a unos 120 kilómetros. La primera parte era de pueblos sin interés. Luego, el campo y el bosque se apropiaban de mi vista concentrada en el paisaje que aparecía en las ventanillas. La montaña era omnipresente: se acercaba o se alejaba. En la autovía aumentaba la velocidad y la monotonía.



Era un día de cielo claro y sol potente, picón, con vocación de adormilar a cualquiera o de seducir al viajero que deseara la luz para sus exploraciones. Se le concedía con generosidad casi extrema. Sin embargo, la influencia de la montaña y su altura matizaban el calor hasta hacerlo asumible. El aire acondicionado del autocar obraba el resto. Por cierto, una pieza vibraba y producía un ruido espantoso.

El mundo real se desplegaba tras los cristales tintados que aligeraban la luminosidad de la montaña. Los reflejos combinaban unos juegos de luces e imágenes curiosas que me mantuvieron entretenido durante una parte del recorrido.

Ésta era la Bulgaria rural, más agrícola que ganadera (no reflejé en mis notas la aparición de rebaños). Habían segado el cereal y los campos quedaban adornados por pacas cilíndricas. Después vendrían campos de girasoles. Y bastante arbolado en un paisaje de colinas onduladas y valles suaves que mantenían esas pequeñas alturas a una modesta distancia.

El relativo madrugón me hacía sentir cansancio, sueño. Provocaba alternancias de cabezadas y ojos ávidos, regulares, aleatorios, como para instalar en mi cabeza imágenes insólitas en un mundo insospechado. Me liberaban, me conectaban con el paisaje y me desconectaban en un ejercicio ajeno a mi voluntad. Qué me perdí en cada momento es un misterio.

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