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Un paseo por Sofía y Plovdiv 32. La Iglesia de Boyana: sus frescos.

 


La sencillez exterior contrastaba con la profusión decorativa del interior a base de frescos que cubrían todo el templo. Eran de una inusitada belleza y, como en otras ocasiones, ante otras pequeñas iglesias aisladas, me pregunté, o más bien me sorprendí, por aquellas maravillas que eran obra de fantásticos artistas de la máxima calidad, maestros virtuosos, creadores de obras maestras.

La iglesia estaba dedicada a San Nicolás, el de Bari, también el de la tradición nórdica de navidad. Sus milagros estaban representados en el nártex.

Lo más curioso era que esos espectaculares frescos estaban en dos capas. En algunos lugares donde había saltado la más superficial afloraba otra capa de yeso y temple. No los retocaron: pintaron nuevamente encima con tan buena mano que se conservaban ambos.

El estilo era plenamente bizantino, de rostros idealizados en que no importaba tanto el realismo como el mensaje. Quizá participaron artistas bizantinos que habían huido de la magna ciudad tras el saqueo por los cruzados o conscientes de la fuerza de los musulmanes que asediaban el imperio desde hacía mucho tiempo. Los nuevos reinos que se aprovecharon de la debilidad de Constantinopla también se verían favorecidos por ese flujo de artistas. Años después también caerían víctimas de los otomanos. Lubomir nos llamó la atención sobre algunos rasgos que podían vincular los frescos con pinturas del Duocento italiano.

La decoración seguía los patrones clásicos: Cristo pantocrátor en el centro de la cúpula, ocho ángeles en el tambor. El tetramorfos en las pechinas. Frente al ábside, la dormición de la Virgen, el misterio de la Asunción. Santos, otros personajes, otras escenas bíblicas. Por supuesto, Santa Elena y su hijo Constantino. Y el santo titular. Alguno te perseguía con la vista, intranquilizadoramente mágica.

No estaba permitido hacer fotos. No le hubieran hecho justicia. La visita se reducía a diez minutos. Me concentré en todo el ambiente para captar su esencia mística. Me transformé en un campesino medieval que acudía a conversar con su Dios y con su corte, tan real, tan cercana, tan comunicativa en su discurso de salvación. Me hubiera quedado todo el día observando, estudiando, pero, sobre todo, empapándome de su espiritualidad inmensa, casi sobrecogedora.

Aún quedaba un rato antes de que saliera el autocar. Rodeé el templo y me quedé observando una lápida. El jardinero, un hombre mayor y algo hermético, se acercó y me llevó al mejor lugar para fotografiar el ábside. Intenté darle una propina, que rechazó con dignidad. Me preguntó de dónde venía y al contestarle exclamó un claro: ¡Hala Madrid!

Me fui con el corazón enardecido.

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