La sencillez exterior
contrastaba con la profusión decorativa del interior a base de frescos que
cubrían todo el templo. Eran de una inusitada belleza y, como en otras
ocasiones, ante otras pequeñas iglesias aisladas, me pregunté, o más bien me
sorprendí, por aquellas maravillas que eran obra de fantásticos artistas de la
máxima calidad, maestros virtuosos, creadores de obras maestras.
La iglesia estaba dedicada a San
Nicolás, el de Bari, también el de la tradición nórdica de navidad. Sus
milagros estaban representados en el nártex.
Lo más curioso era que esos
espectaculares frescos estaban en dos capas. En algunos lugares donde había
saltado la más superficial afloraba otra capa de yeso y temple. No los
retocaron: pintaron nuevamente encima con tan buena mano que se conservaban
ambos.
El estilo era plenamente
bizantino, de rostros idealizados en que no importaba tanto el realismo como el
mensaje. Quizá participaron artistas bizantinos que habían huido de la magna
ciudad tras el saqueo por los cruzados o conscientes de la fuerza de los
musulmanes que asediaban el imperio desde hacía mucho tiempo. Los nuevos reinos
que se aprovecharon de la debilidad de Constantinopla también se verían favorecidos
por ese flujo de artistas. Años después también caerían víctimas de los
otomanos. Lubomir nos llamó la atención sobre algunos rasgos que podían
vincular los frescos con pinturas del Duocento italiano.
La decoración seguía los
patrones clásicos: Cristo pantocrátor en el centro de la cúpula, ocho ángeles
en el tambor. El tetramorfos en las pechinas. Frente al ábside, la dormición de
la Virgen, el misterio de la Asunción. Santos, otros personajes, otras escenas
bíblicas. Por supuesto, Santa Elena y su hijo Constantino. Y el santo titular.
Alguno te perseguía con la vista, intranquilizadoramente mágica.
No estaba permitido hacer fotos.
No le hubieran hecho justicia. La visita se reducía a diez minutos. Me
concentré en todo el ambiente para captar su esencia mística. Me transformé en
un campesino medieval que acudía a conversar con su Dios y con su corte, tan
real, tan cercana, tan comunicativa en su discurso de salvación. Me hubiera
quedado todo el día observando, estudiando, pero, sobre todo, empapándome de su
espiritualidad inmensa, casi sobrecogedora.
Aún quedaba un rato antes de que
saliera el autocar. Rodeé el templo y me quedé observando una lápida. El
jardinero, un hombre mayor y algo hermético, se acercó y me llevó al mejor
lugar para fotografiar el ábside. Intenté darle una propina, que rechazó con
dignidad. Me preguntó de dónde venía y al contestarle exclamó un claro: ¡Hala
Madrid!
Me fui con el corazón
enardecido.
0 comments:
Publicar un comentario