Llegamos a la iglesia de San
Nicolás y San Pantaleón unos minutos antes de que abrieran. Lo aproveché para
asomarme por los alrededores que quedaban al otro lado de su tapia. Era, sin
duda, un lugar apacible, un lugar especialmente adecuado para la meditación y
el retiro. Las casas que asomaban en el bosque habían respetado ese aislamiento,
ahora relativo.
El jardín era como la zona de
exclusión del mundo del pecado. En él destacaban tres esbeltas secuoyas
californianas que se perdían en las alturas hacia el cielo. Quizá ellas también
pretendían gozar de la espiritualidad del lugar. El sol, ya protagonista, se
animaba a filtrarse por las hojas en un hermoso efecto cromático. El ámbito me
pareció de una belleza serena.
La iglesia de Boyana se había
desarrollado en tres fases desde el siglo XI al XIX. La primera coincidía con
la capilla coronada por la cúpula. La segunda, del siglo XIII, era la
ampliación con un nártex cubierto con una bóveda de cañón. Sobre ella, la
iglesia de San Pantaleón, a la que se accedía por una escalera exterior. No era
visitable. El nártex exterior, con una pequeña exposición de objetos y frescos,
era del siglo XIX.
Al exterior, era una sencilla
construcción de ladrillo visto, sin decoración, salvo el marco de la puerta. Ésta
era muy baja. Según nos comentó Lubomir, para evitar la fea costumbre de los
otomanos de penetrar en las iglesias con los caballos, lo que suponía una
profanación imperdonable. También, para que cualquiera que quisiera entrar
tuviera que realizar inconscientemente un homenaje a Dios humillando la cabeza,
presentando sus respetos al penetrar en su casa. La cúpula y el ábside concitaron
nuestra admiración y nuestras fotos.
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