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Un paseo por Sofía y Plovdiv 27. Cuando el trabajo en el cielo no está completado.


 

Hristo Botet, uno de los ideólogos del alzamiento búlgaro contra los otomanos, que daba nombre a la calle del hotel, se hubiera sentido orgulloso de mi despertar a las siete y cuarto de la mañana. Nunca me ha gustado madrugar, y menos aún en vacaciones. Demostraba mi espíritu combativo. O eso quiero que piense el lector. La razón de esa tempranera experiencia era la excursión contratada para visitar dos esenciales lugares religiosos.

No había dormido demasiado bien, como la noche anterior, a causa del tranvía y del tráfico por el bulevar contiguo al río, Slivnitsa. Sin embargo, la ducha y un abundante desayuno con un buen café me devolvieron al mundo consciente. Compartí ese momento con cuatro personas. Tuve la impresión de que era el más moderado en la ingesta de alimentos.

No quería ir con apreturas. A las ocho de la mañana me saludó en la calle el traqueteo del tranvía y su vibración insufrible (pasaban varias líneas) y el pueblo soberano que se preparaba para cumplir con sus deberes laborales. Lo de que había poco tráfico había sido un espejismo. Tomé Slivnitsa hasta el bulevar Vasil Levski, el gran héroe de la independencia, en dirección sur hasta la rotonda Ploshtad Panetnik Leoski. Ese desplazamiento de media hora me convenció, provisionalmente, de la intrascendencia de esa zona nororiental del centro de Sofía y que desmentirían mis paseos en días posteriores. Se deben dar segundas y terceras oportunidades para rescatar zonas que quizás son de segundo orden, aunque interesantes.



El lugar de encuentro con el turoperador local era el restaurante La Cathedral, frente a la catedral de Alexander Nevski, cuya imagen poderosa alumbrada por la luz de la mañana me recibía. A lo largo de mi estancia en Sofía pude deleitarme con el monumento alumbrado por diversas luces naturales y artificiales. Vamos, que me trabajé la observación de sus formas.

Me identifiqué, me apuntaron y me alejé un poco para entretenerme en la contemplación de mis compañeros de excursión, un grupo heterogéneo con varios americanos, quizá ingleses, dos franceses, una pareja española que luego perdí de vista y con la que hablé un instante, y un japonés no demasiado comunicativo que me tocó en suerte como compañero de asiento. Charlamos un poco en inglés y me hizo algunas fotos cuando se lo pedí.

Nuestro joven guía se llamaba Lubomir. Calvo, con barba y rostro un tanto afilado parecía descolgado de un icono o de los frescos de alguna iglesia antigua. Simpático, bien documentado, transmitía bien en un inglés excelente. El conductor, Mario, era tripón y cerrado en sí mismo. Estaba claro que no le pagaban por hablar. Eso sí, conducía de maravilla, que era lo importante.

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