Hristo Botet, uno de los
ideólogos del alzamiento búlgaro contra los otomanos, que daba nombre a la
calle del hotel, se hubiera sentido orgulloso de mi despertar a las siete y
cuarto de la mañana. Nunca me ha gustado madrugar, y menos aún en vacaciones. Demostraba
mi espíritu combativo. O eso quiero que piense el lector. La razón de esa
tempranera experiencia era la excursión contratada para visitar dos esenciales lugares
religiosos.
No había dormido demasiado bien,
como la noche anterior, a causa del tranvía y del tráfico por el bulevar
contiguo al río, Slivnitsa. Sin embargo, la ducha y un abundante desayuno con
un buen café me devolvieron al mundo consciente. Compartí ese momento con
cuatro personas. Tuve la impresión de que era el más moderado en la ingesta de
alimentos.
No quería ir con apreturas. A
las ocho de la mañana me saludó en la calle el traqueteo del tranvía y su
vibración insufrible (pasaban varias líneas) y el pueblo soberano que se
preparaba para cumplir con sus deberes laborales. Lo de que había poco tráfico
había sido un espejismo. Tomé Slivnitsa hasta el bulevar Vasil Levski, el gran
héroe de la independencia, en dirección sur hasta la rotonda Ploshtad
Panetnik Leoski. Ese desplazamiento de media hora me convenció,
provisionalmente, de la intrascendencia de esa zona nororiental del centro de Sofía
y que desmentirían mis paseos en días posteriores. Se deben dar segundas y
terceras oportunidades para rescatar zonas que quizás son de segundo orden,
aunque interesantes.
El lugar de encuentro con el
turoperador local era el restaurante La Cathedral, frente a la catedral
de Alexander Nevski, cuya imagen poderosa alumbrada por la luz de la mañana me
recibía. A lo largo de mi estancia en Sofía pude deleitarme con el monumento
alumbrado por diversas luces naturales y artificiales. Vamos, que me trabajé la
observación de sus formas.
Me identifiqué, me apuntaron y
me alejé un poco para entretenerme en la contemplación de mis compañeros de
excursión, un grupo heterogéneo con varios americanos, quizá ingleses, dos
franceses, una pareja española que luego perdí de vista y con la que hablé un
instante, y un japonés no demasiado comunicativo que me tocó en suerte como
compañero de asiento. Charlamos un poco en inglés y me hizo algunas fotos
cuando se lo pedí.
Nuestro joven guía se llamaba
Lubomir. Calvo, con barba y rostro un tanto afilado parecía descolgado de un
icono o de los frescos de alguna iglesia antigua. Simpático, bien documentado,
transmitía bien en un inglés excelente. El conductor, Mario, era tripón y
cerrado en sí mismo. Estaba claro que no le pagaban por hablar. Eso sí,
conducía de maravilla, que era lo importante.
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