Después de algunas indecisiones y de un par de locales sin sitio, me senté en una terraza bien montada y con gente bien. Probé la cerveza local de trigo Stolicho, y un muslo y contramuslo de pato con una sabrosa salsa y un lecho de puré de patata. Exquisito. No dejaban pagar con tarjeta. En total, aquella primera jornada había gastado unos 80 leva, algo más de 40 euros. Había hecho 31.000 pasos, por lo que mi pie derecho se resintió.
El gentío se había disuelto en
el parque. Bajé por el camino contiguo a la fuente iluminada hasta el Palacio
de Cultura. Había un par de locales donde podría haber tomado una copa. Estaban
matados. No quería agotar mis fuerzas el primer día, así que tomé el metro.
Eran dos paradas de la línea 2: salí en el mismo lugar que la noche anterior.
En la calle no había nadie. Estaba
matadísima. Tuve la impresión de que aquella era zona de prostitución callejera
ya que me crucé con un par de mujeres vestidas demasiado atrevidamente con
hombres que las controlaban en la distancia. Había un sex-shop, cerrado,
y un puticlub con la puerta abierta y una profesional asomada. Más allá, un
sitio de tatuajes. Sin embargo, no tuve sensación de miedo.
Mi primera conclusión sobre Sofía
es que mostraba cierto aire francés, quizá fruto de su adaptación a la
capitalidad desde 1879. La estructura no era una cuadrícula, pero sí era de
calles rectas. Ni rastro de un trazado medieval plagado de recovecos. Los
edificios oficiales eran grandes, vistosos, aunque fríos.
La segunda, que había bastantes
jardines y parques donde se solazaba la gente. Gente tranquila, a su aire.
Había poco tráfico, sin atascos, aunque la mañana siguiente me convenció de lo
contrario.
La ciudad necesitaba un revoco y
una mano de pintura. Las zonas oficiales, turísticas o adineradas eran la
excepción.
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