Para acceder al centro desde el
hotel tenía dos posibilidades. La primera era salir hacia la derecha, tomar el bulevar
Slivnitsa hasta el bulevar de la Princesa María Luisa, que se convertía al
final en el bulevar Vitosha, mi objetivo de aquella tarde-noche. La otra implicaba
salir hacia la izquierda y bajar hacia Pirotska, una calle peatonal de segundo
orden que desembocaba en la mezquita Banya Bashi. Habitualmente, si salía por
la primera regresaba por la segunda.
En las inmediaciones del hotel
no había nada atractivo para la noche. El bazar de las Mujeres se quedaba
desierto y los pocos personajes que rondaban por allí no eran demasiado
recomendables. El bulevar Princesa María Luisa devolvía un poco de animación y
al alcanzar las inmediaciones de la zona gubernamental las terrazas se poblaban
de gente que no quería perderse las estupendas tardes de verano.
Vitosha rompía con la
tranquilidad. Era puro ajetreo: mucha luz, mucha gente, muchos restaurantes,
muchas heladerías. El paseo era un ritual inexcusable. Los músicos y los
artistas callejeros contribuían a ese espectáculo sencillo que estaba buscando.
Lo recorrí entero hasta el bulevar
Patriarh Evtiny y el alargado parque en donde aparecía, dominante, el Palacio Nacional
de la Cultura (NDK, la abreviatura conocida del mismo). Del parque llegaba
música y tuve la impresión de que acumulaba muchos visitantes, como si peregrinaran
a algún espectáculo al aire libre. Eran las nueve de la noche y temí que me
enredara allí y me quedara sin cenar. Regresaría luego, por lo que busqué un
restaurante cerca de ese cruce. Me daría cuenta esa noche de que era razonable
reservar si querías cenar en un restaurante de cierta calidad.
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