La entrada era gratuita y habían
optado por cobrar, con buen criterio, 10 leva por fotografiar y 30 leva
por hacer vídeo. Ya nadie hacía vídeos, salvo con el teléfono. Que eran
estrictos con esta norma lo comprobé nada más entrar al interior y hacer la
primera foto. Un joven me enfocó con un puntero láser verde. Le saqué el recibo
y se excusó. No lo comprobó. Si hubiera sacado un ticket del supermercado quizá
hubiera obrado el mismo efecto.
Mis impresiones sobre las
iglesias ortodoxas de Sofía iban, nuevamente, en ascenso. La anterior
referencia de grandiosidad, Sveti Nedelya, quedaba eclipsado por esta catedral.
El juego de luces y sombras daba teatralidad y espiritualidad. Aquel ejército
de figuras que se asomaban por todas partes daba la impresión de un diálogo
silencioso con las alturas, con los muros o los arcos. Recorrí la iglesia con
pausa, deleitándome, tratando de identificar las escenas. Rezando un
padrenuestro, que nunca viene mal cuando el lugar exalta tu alma. En algunas
zonas me pareció que el estado de salud de los frescos no era el más adecuado
debido a las humedades.
Me acerqué hasta el iconostasio
de mármol y alabastro. Las lámparas que alumbraban esa zona central eran
enormes. A la izquierda, se alzaba el púlpito. A la derecha, el baldaquino con
el trono del zar, que fue asiduo asistente a las ceremonias. Me recordaron al
románico italiano, quizá por la influencia bizantina. Los iconostasios
laterales también merecían una atención especial.
Los visitantes no éramos
demasiado numerosos. Nada que ver con esas hordas que impiden un disfrute tranquilo.
No sentí agobio en ninguna de mis visitas en la ciudad. El turismo no parecía
demasiado arraigado, a pesar del gran interés que ofrecían muchos lugares.
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