Mi intención era dar un breve
paseo por los jardines cercanos, alcanzar la catedral de Alexander Nevski y
regresar al hotel para descansar antes de salir por la tarde y cenar. A pocos
metros estaba la iglesia Rusa, que realmente se denominaba iglesia de San
Nicolás (Tsurka na Sveti Nikolai Chudotvorets) consagrada en 1914 para dar
servicio espiritual a la comunidad rusa de la ciudad. Estaba inspirada en las
iglesias moscovitas del siglo XVI.
No hay nada como que alguien
incumpla las normas con naturalidad para que se desate un enjambre de
incumplimientos descarados, a conciencia. En la entrada, un cartel bien visible
prohibía hacer fotos o vídeos. Dos jóvenes italianos que habían entrado conmigo
sacaron el móvil y se pusieron a hacer fotos, sin esconderse, sin mirar atrás,
pasando olímpicamente. Yo me resistí un poco, por decencia, por inercia, me
metí al fondo del templo, saqué el móvil de forma clandestina (con la cámara
grande hubiera dado el cante) e hice un par de fotos rápidas. En la penumbra,
magnífica para entablar un diálogo con dios, no tanto para las fotos, que no
salieron demasiado bien, permanecí un instante. Luego se desató el desmadre,
ese de “si lo hace otro”, y los frescos quedaron acribillados. No teman, no
sufrieron daños: nadie activó el flash. Los personajes de los iconos nos observaron
con una actitud condescendiente. Parecían decir, muy bíblicamente: “perdónalos
porque no saben lo que hacen”.
Pasado ese momento, y con las
fotos en las alforjas, regresó la calma y la solemnidad, se recuperó la
espiritualidad y me dediqué a empaparme de su ambiente, como creyente y como
viajero. Hasta ese momento había visto colores, figuras, la belleza, sin duda. Ahora
tocaba sentir, explorar por qué hace décadas alguien se había preocupado por
reflejar una forma de creer en unos muros, en unas tablas, en un mobiliario
sacro. La iglesia era pequeña, recoleta, acogedora, lugar de recogimiento, de
estabilización de la paz interior tan aguerridamente retenida en el ajetreo
cotidiano de la gran ciudad. Salió uno de los sacerdotes y las señoras que
cuidaban del templo, o la encargada de la escueta tienda donde vendían las
velas y recuerdos religiosos, requirieron su bendición, que otorgó con
sencillez y una sonrisa. Estuve por pedir yo también ese gesto tranquilizador
del alma.
No bajé a la cripta para rendir
homenaje al arzobispo Serafín, quien dirigiera la iglesia rusa en Bulgaria
desde 1921 a 1950. La comunidad de esta iglesia se alimentó de exiliados por el
triunfo de los bolcheviques en 1917.
Fuera, admiré la fachada
abrazada por los árboles y el dorado de las cúpulas.
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