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Un paseo por Sofía y Plovdiv 21. La iglesia Rusa.


 

Mi intención era dar un breve paseo por los jardines cercanos, alcanzar la catedral de Alexander Nevski y regresar al hotel para descansar antes de salir por la tarde y cenar. A pocos metros estaba la iglesia Rusa, que realmente se denominaba iglesia de San Nicolás (Tsurka na Sveti Nikolai Chudotvorets) consagrada en 1914 para dar servicio espiritual a la comunidad rusa de la ciudad. Estaba inspirada en las iglesias moscovitas del siglo XVI.

No hay nada como que alguien incumpla las normas con naturalidad para que se desate un enjambre de incumplimientos descarados, a conciencia. En la entrada, un cartel bien visible prohibía hacer fotos o vídeos. Dos jóvenes italianos que habían entrado conmigo sacaron el móvil y se pusieron a hacer fotos, sin esconderse, sin mirar atrás, pasando olímpicamente. Yo me resistí un poco, por decencia, por inercia, me metí al fondo del templo, saqué el móvil de forma clandestina (con la cámara grande hubiera dado el cante) e hice un par de fotos rápidas. En la penumbra, magnífica para entablar un diálogo con dios, no tanto para las fotos, que no salieron demasiado bien, permanecí un instante. Luego se desató el desmadre, ese de “si lo hace otro”, y los frescos quedaron acribillados. No teman, no sufrieron daños: nadie activó el flash. Los personajes de los iconos nos observaron con una actitud condescendiente. Parecían decir, muy bíblicamente: “perdónalos porque no saben lo que hacen”.



Pasado ese momento, y con las fotos en las alforjas, regresó la calma y la solemnidad, se recuperó la espiritualidad y me dediqué a empaparme de su ambiente, como creyente y como viajero. Hasta ese momento había visto colores, figuras, la belleza, sin duda. Ahora tocaba sentir, explorar por qué hace décadas alguien se había preocupado por reflejar una forma de creer en unos muros, en unas tablas, en un mobiliario sacro. La iglesia era pequeña, recoleta, acogedora, lugar de recogimiento, de estabilización de la paz interior tan aguerridamente retenida en el ajetreo cotidiano de la gran ciudad. Salió uno de los sacerdotes y las señoras que cuidaban del templo, o la encargada de la escueta tienda donde vendían las velas y recuerdos religiosos, requirieron su bendición, que otorgó con sencillez y una sonrisa. Estuve por pedir yo también ese gesto tranquilizador del alma.



No bajé a la cripta para rendir homenaje al arzobispo Serafín, quien dirigiera la iglesia rusa en Bulgaria desde 1921 a 1950. La comunidad de esta iglesia se alimentó de exiliados por el triunfo de los bolcheviques en 1917.

Fuera, admiré la fachada abrazada por los árboles y el dorado de las cúpulas.

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