Estaba cansado. El paso cansino que
caracteriza el lento avance en los museos me había dejado la musculatura de las
piernas y los pies sobrecargados. Rodeé el cercano Palacio Real, sede del Museo
Etnográfico y la Galería Nacional, y en la parte posterior encontré un
agradable jardín con esculturas modernas y una suculenta terraza a la sombra,
el lugar perfecto para tomar algo, descansar y ordenar notas. Por la noche
sería un estupendo sitio de copas, me imaginé. Pedí un capuchino.
A unos metros, en una de las
mesas altas, dos mujeres de unos cuarenta años, vestidas con estilo y de rostro
radiante se acariciaban y besaban con celo, con intensa pasión. Se enroscaban,
se separaban tras un beso, se hacían un selfie. Las observé sin
demasiado descaro, aunque con insistencia, y debieron captar mi espionaje. Me
dio la impresión de que se excitaban más y que redoblaban la demostración de su
amor sin cortapisas. Alguna mirada de pícara provocación me lanzó la que iba
vestida más moderna e informal, de colores claros que destacaban más su belleza.
La otra llevaba un vestido negro ajustado que permitía la exhibición de unas
largas y bronceadas piernas.
Esa escena fue un signo claro de
la tolerancia que imperaba en el país hacia la diversidad sexual. Es cierto que
no volví a ver nada similar en el viaje. Era habitual encontrar a chicas de la
mano en actividades juguetonas, pero sin el componente sexual abierto de esas
dos mujeres. Me recordó las persecuciones de gays y lesbianas en otros
países, como Rusia. Allí nadie elevó la voz, ni siquiera le prestó la menor
importancia.
Fue la anécdota que acompañó mi
descanso. Les auguré una intensa tarde o noche de pasión.
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