En las salas de la parte
superior mostraban piezas y grandes fotografías de los yacimientos
prehistóricos, del Paleolítico y el Neolítico. Siempre ha sido un periodo que
se me ha resistido y por eso lo he estudiado con menos intensidad, aunque con
cierto interés. Indudablemente, la parte más importante de la zona superior era
lo que denominaban el Tesoro que era donde habían agrupado las mejores
colecciones de objetos de oro y plata descubiertos en esas tumbas-túmulos de
los reyes. Máscaras, pectorales, cinturones, apliques para las bridas de los
caballos, el animal más mítico y querido por ellos, fíbulas, cascos y otros
objetos trabajados con una precisión y creatividad singulares. Los tracios eran
excelentes orfebres y artesanos. Probablemente, algunas de esas piezas fueron
las que observé en la exposición de Madrid.
No habría que desdeñar el arte
medieval, aunque tampoco quería eternizarme en el museo. Un exceso de piezas
podía resultar nefasto para la percepción. Rodeé el perímetro, observé los
frescos arrancados de los muros de los templos y los iconos de iglesias y
monasterios salvados para la cultura. En otra sala contemplé con gusto los
libros iluminados.
Evidentemente, era un museo para
visitarlo varias veces, por épocas, sin hartarse de tanta pieza interesante. Repasaría
esa historia antigua días después en el Arqueológico de Plovdiv y en el Museo Nacional
de Historia.
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