Por la calle de San Cirilo y San
Metodio, los santos hermanos a los que me encontraría constantemente en el
viaje, caminé hasta el Bazar de las Mujeres (Zhenski Pazar) que ocupaba
la calle Stefan Stombolov, nombre de un ilustre poeta y político que fue
apodado el “Bismarck búlgaro”. Ya habrá tiempo para hablar de este importante
personaje.
Zhenski Pazar era el
mercado más antiguo y prominente de la ciudad. A aquella hora, poco antes de
las diez de la mañana, estaba tranquilo. Los vendedores habían desplegado sus
mercancías. Eran escasos los compradores. Dominaban el lugar las frutas y las
verduras. Era de un tipismo ordenado.
Me gusta pasear por los lugares
cotidianos, sentirme uno más de los habitantes de una ciudad, aunque no haga la
compra allí y no salude a unos y a otros que comparten hábitos en la ciudad.
Con mi mochila y mi prominente cámara era un elemento exótico. Quizá por ello
se acercó a mí un paisano y me preguntó la hora. Se la dije y quiso saber mi
procedencia. Cuando le dije que era español se le iluminó el rostro. Porque
Karamfil, según escribió en mi libreta, y cuyo nombre significaba Encarnación,
había trabajado en Villarrobledo, Albacete, hace 10 años. Dejó las bolsas con
las que iba cargado y se dispuso a un breve diálogo, en la medida de nuestras
posibilidades. No pude concretar qué le había conducido a nuestro país y por
qué regresó al suyo.
Le pregunté cómo se decía
gracias en búlgaro. Siempre es útil saber alguna palabra en el idioma local.
Abre puertas, une, acerca a quienes ya no se considerarán extraños. Le pedí que
la escribiera en mi libreta y algo le costó al hacerlo en términos latinos y no
en cirílico: blagodariá.
Me encantó ese breve contacto
con otro búlgaro que había conocido mi país. Espero que allí conociera un poco
de felicidad.
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