Si aún viviera mi madre hubiera
recibido una llamada suya para preguntarme qué tal había dormido, cómo era el
hotel y mi habitación, si el desayuno había sido abundante y equilibrado. Me
hubiera aconsejado llevar cuidado con el picante, que no bebiera agua del grifo,
que me pusiera la gorra y no abusara del sol, que llevara cuidado con las
mujeres, como si a su hijo le persiguieran todas las modelos del país (ojalá
que así fuera). Mi padre me hubiera preguntado por el itinerario y me hubiera
deseado suerte.
El desayuno en el hotel Abrazo
era variado y abundante. Compartí el desayunador con un par de parejas. Los
camareros nos observaban con una evidente cara de aburrimiento. Estaba claro
que el hotel no estaba lleno, ni mucho menos. El tráfico, fuera, era abundante.
Las nubes suelen ser un recurso
bastante socorrido cuando no se te ocurre nada más por la mañana. Me las habían
hurtado y no podía exaltar la belleza de esas masas de vapor condensado de
formas caprichosas. En su lugar, un cielo de azul suave, cariñoso, de amistad y
buenos deseos me esperaba.
Salí hacia la izquierda. A la
derecha hubiera llegado al bulevar Slivnitsa, nombre de una batalla de la guerra
serbo-búlgara de 1885, de desagradable resultado para el país que me acogía. Me
asomé a las bocacalles, de un aspecto desolador. Por la noche, sin iluminación,
eran como agujeros negros que daban un poco de miedo, aunque Sofía y Bulgaria
eran muy seguros. No siempre fue así ya que la capital tuvo el dudoso honor de
ser una de las ciudades más peligrosas de Europa. A mi regreso me enteraría de
que este barrio era bastante poco aconsejable. Sin duda, las fuerzas del orden
habían realizado un trabajo bastante bueno para recuperar estas calles para los
ciudadanos y visitantes.
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