El paseo por el mercado estuvo
acompañado por los cánticos que regalaba la iglesia de San Cirilo y San Metodio,
los populares santos que había conocido en Macedonia del Norte unos meses antes.
Su presencia en la ciudad y en el país, como ya he adelantado, era bastante
abundante. Los cantos eran una letanía envolvente y sugerente. Entré en la
iglesia donde se desarrollaba la ceremonia ortodoxa. Los celebrantes daban la
espalda a los escasos feligreses que asistían con fervor al rito mañanero. Todos
miraban hacia el iconostasio, la estructura de madera que separaba el presbiterio
y el ábside, la zona más sagrada e inaccesible para el creyente de a pie.
La iglesia era luminosa. No me
atreví a penetrar por respeto al ritual que se desarrollaba. No me hubiera
gustado que un extraño entrara en mi parroquia y empezara a fotografiarlo todo
desviando la atención de los asistentes. En lo alto de la cúpula, el Cristo
pantocrátor. Más allá, varios santos. Paredes y arcos estaban completamente
decorados: querubines, arcángeles, el tetramorfos, más santos, escenas
bíblicas, decoración geométrica y dorada. Vidrieras, lámparas, iconos.
Espiritualidad.
El barrio debió ser hermoso. Quizá,
hasta importante, por la calidad de palacetes y edificios, posiblemente
habitados por burgueses y aristócratas que estaban a pocos minutos del centro. Pero
esas fachadas expresaban desidia, estaban deterioradas y clamaban por un revoco
y una mano de pintura. Las que lo habían recibido mostraban una sincera
elegancia y armonía. Estaba claro que el dinero no daba para todo y
presumiblemente sus dueños carecían del suficiente, o de la intención, para
reparar su belleza.
De camino hacia la sinagoga me
fotografié ante lo que consideré era el paralelo de nuestro Consejo del Poder
Judicial (Supreme Judicial Council).
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