Contiguo a la sinagoga se alzaba
el mercado central que estaba siendo sometido a una severa reforma. Solo pude
apreciar retazos de su fachada.
La mezquita Bany Bashi, o de los
baños centrales, ejemplificaba el tercer gran culto del país. La población
musulmana rondaba el 10 por ciento. Durante la década de 1980 sufrió
persecuciones. En la actualidad gozaba de representación parlamentaria, lo que
le garantizaba el respeto a sus derechos al ser un partido clave para formar
gobierno.
La mezquita era de 1576 y era
probable que participara en su construcción el gran arquitecto otomano Sinan, el
Miguel Ángel turco. Quizá por ello sus proporciones eran notables y el azul y
el blanco la hicieran acogedora, una invitación a la plegaria, aunque no fuera
tu credo.
La visité en soledad, sin nadie
que me entretuviera, admirando el mimbar y el mirhab, su
decoración geométrica y caligráfica. Era como un pedacito de Turquía. Era el
único lugar de culto musulmán que mantenía su función original, según la guía.
Mientras había esperado a que
abrieran la mezquita me acerqué a los antiguos baños minerales que albergaban
el Museo de Historia de Sofía, un edificio de estilo modernista o art Nouveau,
vistoso y atractivo. Al intentar asomarme al interior comprobé la afirmación de
las españolas y fui recibido con un ladrido impropio de la cuidadora de la
entrada. Apunté el lugar para días próximos.
La plaza que le precedía era
agradable. A la sombra se refugiaba una selecta selección de habitantes de la
ciudad: una señora con el carrito de un niño, varios ancianos atemporales que
observaban el mundo sin demasiado interés, un par de parejas de chicas jóvenes
que intercambiaban confidencias. Me senté a escuchar el sonido de la fuente y
el viento que agitaba las ramas y las hojas que generosamente regalaban una
sombra deliciosa. Las palomas me asediaron mientras escribía unas notas. Me
sentí un ciudadano más. Sofía era una ciudad tranquila donde el tiempo fluía.
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