Salí del edificio de la Presidencia y observé el imponente frontal de la casa del Partido, actualmente reconvertido en oficinas de los parlamentarios. Albergó la sede del Partido Comunista de Bulgaria desde su construcción en la década de 1950 hasta la de 1990, cuando cayó el régimen comunista. Fue víctima de las iras del pueblo que incendió su planta baja. Su columnata en la esquina y el remate de su aguja eran una presencia constante al acercarte al centro. Era una excelente referencia para orientarse.
Toda la zona albergaba
ministerios y organismos oficiales, como el Banco de Bulgaria, a continuación
del Museo Arqueológico, y cerca del antiguo Palacio Real. La salida de los
funcionarios por la tarde era todo un espectáculo al que asistí en varias
ocasiones.
A las horas en punto tenía lugar
el cambio de guardia. Faltaban unos minutos así que me senté junto a una fuente,
bajo la benéfica influencia de la sombra, y escribí unos minutos. El talón
derecho parecía que se comportaba. A tramos regulares paraba para ordenar mis
notas y no dejar escapar mis sensaciones y pensamientos. Esas paradas me
ayudaban a estudiar a la gente con una ávida curiosidad.
El pelotón se acercó con paso
solemne. El ruido de sus botas y el sonido del agua de la fuente se
entrecruzaban. Los soldados iban ataviados con uniformes imperiales del siglo XIX,
casaca blanca con entrelazados rojos, calzón oscuro y cascos con penachos de
plumas. Avanzaban, se daban novedades y sustituían a los que habían guardado la
puerta de la presidencia. El pequeño gentío se disolvió después de este ritual para
deleite de forasteros.
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