Con esa satisfacción salí a la
calle. Como estaba bastante cerca, caminé hasta el palacio de Justicia, subí
sus escaleras, fotografié a los leones que lo flanqueaban y cumplí con la
visita a mis compañeros de profesión.
Hacia el este busqué la iglesia
de San Jorge (Sveti Georgi), una de las más antiguas y emblemáticas de
la ciudad. Me asomé a una pequeña capilla limitada por un muro y continué por
una zona peatonal de excelentes tiendas y restaurantes con alguna grata
sorpresa, que siempre viene bien.
Me fijé en un portal. Una de las
puertas de acceso era de una pequeña iglesia escondida en el inmueble, como si
la hubiera fagocitado, clandestina, ajena a indeseadas miradas o visitantes. La
habían respetado y habían construido sobre ella. Era Sveta Petka Stara.
La fecha 1241 de una inscripción indicaría la fecha de construcción o de renovación.
Quizá fuera parte de un complejo real construido en el siglo VIII.
A la izquierda estaba la
habitual señora vendiendo velitas para las ofrendas. Sin embargo, lo más
interesante era un sacerdote ortodoxo totalmente auténtico, de larga barba
blanca y mirada santificada. Por un pequeño donativo te arreaba con una rama
empapada en agua bendita y elevaba una plegaria por tu salvación. Me dejó hecho
un cristo: no se cortó con la cantidad de agua. Me preguntó algo en búlgaro que,
por supuesto, no entendí y le dije en inglés que era español. “¿Christian?”,
me preguntó. “Catholic”, le respondí. Sonrió, no sé si por lo extraño de
ver un español, por su tolerancia hacia los católicos o porque no había
entendido nada. Su sonrisa franca y armoniosa me acompañó todo el día.
La capilla me trasladó a
pensamientos sobre prohibiciones, cuando manifestar las creencias podía ser
peligroso. Quizá estaba exagerando, ya que los otomanos respetaron el culto cristiano,
aunque hubo épocas menos tolerantes. Era un sentimiento de censura que perdía
su fuerza ante lo recoleto del lugar, el hermoso iconostasio, la vistosa silla
del celebrante o unos restos de frescos que pude averiguar que estaban datados
en el siglo XV y que armonizaban con iconos de los siglos XVIII y XIX en que
predominaba la imagen de San Jorge lanceando todo lo que se ponía a tiro de su
lanza. Eso me hizo pensar que estaba en San Jorge. Craso error. Al salir de la
pequeña iglesia me fijé en algunas de las valiosas reliquias que guardaba.
A los pocos pasos comprobé,
efectivamente, mi equivocación. En el centro del patio de manzana del edificio
de la Presidencia y del hotel Sheraton se alzaba Sveti Georgi, San Jorge.
Era del siglo IV y ocupó el lugar de un templo paleocristiano. Su estructura de
ladrillo rojo dominando aquel espacio moderno y rodeado de restos romanos
transmitía algo mágico, casi onírico. Era un poderoso contraste, un desafío a
la evolución del tiempo, a los cambios de dominadores (fue mezquita tras la
conquista otomana y recuperó su condición de iglesia con la liberación). Era un
símbolo de la permanencia de lo sagrado. Por desgracia, no estaba abierto su
interior y no pude apreciar sus frescos del siglo X o las pinturas de su cúpula,
el tambor y las pechinas, que encontré en internet.
0 comments:
Publicar un comentario