En Sveta Nedelya, la
iglesia del Domingo Sagrado (que esa era su traducción) habían optado por el
pago turístico (5 euros, muy barato). Seguro que se destinaba al mantenimiento
del monumento o a las necesidades de la iglesia y la parroquia, a los menos
afortunados por la vida.
Era la sede del obispo de Sofía
y gozaba del estatus de catedral. Su aspecto era fruto de la reconstrucción
posterior al atentado comunista de abril de 1925. Su objetivo fue el zar Boris
III, que se demoró en su llegada a un acto que iba a celebrarse. Llegar tarde
le salvó la vida. No así al nutrido número de asistentes. La carnicería fue
tremenda.
Por los restos ya descritos en
la plaza, el lugar fue importante desde muchos siglos atrás. Aquella iglesia
destruida había sustituido a una anterior del siglo X. Junto al iconostasio
estaban depositadas las reliquias del rey serbio del siglo XIV Stefan Urosh II
Milutin, que derrotó al emperador búlgaro Mihail Shishman, de ahí su nombre de
iglesia del Rey Sagrado (Sveti Kral) que tuvo en época otomana.
Me había gustado el interior de
San Cirilo y San Metodio, pero este templo me pareció más espectacular. Los
frescos eran de 1970 conservando la solemnidad y elegancia con un toque
intemporal. Seguían un esquema preestablecido con escenas que eran fácilmente
identificables para un creyente, como yo, y unos santos que hubiera podido
identificar de haber sabido cirílico.
Me gustó contemplar las
plegarias de la gente, cómo encendían velas a los vivos y a quienes se habían
marchado. Las clavaban en los anchos candelabros, se acercaban a las imágenes
de los iconos o se santiguaban ante el iconostasio, que se había salvado del
atentado. Ese ritual de observación y devoción lo repetiría muchas veces en el
viaje y en todas ellas me resultó satisfactorio para mi alma de viajero y de cristiano.
Quizá por esa doble condición lo apreciaba más, lo gozaba más, lo entendía con
mayor intensidad, en otra dimensión que trascendía lo meramente artístico. Yo
también elevé una oración.
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