Antes de sentarme a comer me
había deleitado con las iras de una cuidadora fácilmente encuadrable en un
cuento gótico en la diminuta iglesia de Sveta Petka Samardzhiska. La
guía resaltaba su interior y frescos. Había quedado encajonada en un extremo de
la zona comercial y la entrada al metro. Penetré por instinto y encontré una
familia que buscaba algún recuerdo litúrgico. Con naturalidad hice una foto de
los iconos y me gané una bronca monumental en búlgaro. Los niños quedaron algo
asustados y debieron temer que la cuidadora se transformara en algún ser
maléfico que los devorara. Salieron segundos después. Pedí permiso para hacer
otra foto y se rebotó de una forma heroica, como si resistiera una carga de las
legiones romanas o de las hordas de los hunos de Atila. Además, en represalia,
me espetó un claro “no visit”. Iluminó una estancia que parecía más una
tasca de mala muerte que una capilla y entendí el mensaje: que me fuera a la
puñetera calle. No hacía falta tener conocimientos básicos de búlgaro.
En general, impedían hacer fotos
en las iglesias ortodoxas que aún mantenían el culto, aunque en ese momento no
hubiera celebración alguna. En las de mayor interés artístico y turístico
habían optado por hacer negocio: la entrada era gratuita, pero para hacer fotos
había que pagar una cantidad de 10-12 leva (5-6 euros). En las que
estaba prohibido, la gente ignoraba la prohibición y hacía fotos hasta que le
echaban la bronca. Como no solía haber mucha vigilancia, los más atrevidos se
las apañaban buscando los puntos negros de esa tímida seguridad. Jugaban al
ratón y al gato. Reconozco que en alguna ocasión lo practiqué. Entono el mea
culpa.
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