Más al sur, en la plaza Sveta
Nedelya (Santa Nedelya) estaban excavando frente al hotel Balkan. Parecía
que se trataba de las antiguas termas edificadas en los siglos II-III d. C. La
zona había sido reconstruida varias veces a lo largo de los siglos aportando
importantes datos sobre la historia de la ciudad en los periodos bizantino,
otomano e incluso del Resurgimiento nacional, en el siglo XIX. Habían obtenido
una ingente cantidad de objetos de gran interés. Para un arqueólogo era el
mejor lugar para divertirse.
Bajo un castaño lánguido,
acompañado de una música moderna indefinida y el paso esporádico de los
tranvías y otros vehículos, ordené mis notas y observé ese cansino caminar que
parecía inocular la ciudad. Nadie caminaba con prisa: me gustaba. Abundaban las
mujeres jóvenes, bien arregladas, guapas, con aspecto de ociosas y relajadas.
Eran un gran premio para la vista. Disfrutaba con esas paradas sin más
atractivo que lo cotidiano que me permitían hacer fotos de la población
anónima, la que no escribe la historia, aunque sea la que la sufre.
Aquel entorno era enormemente
apetecible.
Me refugié en la gloriosa
terraza de Spaghetti Kitchen para comer algo ligero (tagliatelle
al pesto) y tomar una buena cerveza contemplando las evoluciones de la gente de
la ciudad: turistas disciplinados bajo un mismo estandarte, locales atendiendo
el móvil a un ritmo cansino, personas que buscaban el refugio del sol, niños
incansables, esbeltas y altas mujeres elegantemente vestidas que se demoraban
ante un café o un refresco. Las tumbonas desplegadas al sol del jardín
permanecían lógicamente desiertas. Era mejor no achicharrarse.
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