Muchas veces, cuando por fin me
siento en el avión que me conducirá a tierras extranjeras, me pregunto qué hago
allí, qué se me ha perdido en ese destino casi ignorado que me ha atraído por
un comentario de algún amigo o de otros viajeros, o un bombardeo de información
provocado por los algoritmos que controlan internet férreamente. Quizás sea
mejor que una mezcla de azar e irracionalidad rija el viaje para que se
convierta en una aventura. Lo que no es aventura no gana un lugar en un relato.
Y allí estaba yo con mi equipaje,
mi cámara ya algo perjudicada, mi libreta de notas y la tarjeta de embarque en
una sala que hubiera podido identificarse con la sala de espera de cualquier
organismo oficial en Bulgaria. El pasaje originario de este país era
abrumadoramente superior que el de turistas. La inmensa mayoría eran familias
que regresaban para reunirse con otros familiares o amigos para pasar unas
merecidas vacaciones.
Lo comprobé al poco de sentarme
en la letra e, emparedado entre dos búlgaros que hablaban animadamente
ligeramente reclinados para salvar el obstáculo que yo era. Le ofrecí al de mi
izquierda si querían ir juntos. Lo rechazaron ambos. Cuando, ya en vuelo, saqué
la guía y me puse a estudiarla, el de mi izquierda entabló conversación y
charlamos un rato.
Era un hombre alto y fornido,
bastante moreno, que intentaba dotarse de un aspecto turístico con una gorra,
unas bermudas claras y un polo rosa color polo de fresa. Llevaba 17 años en
Soria, donde trabajaba para la empresa de ascensores Otis. Era de un pueblo
cercano a Lovech, ciudad que tenía programado visitar. No lo encontramos en el
plano de la guía. Pasarían unos días en el mar Negro, el principal lugar de
vacaciones para muchos búlgaros y que yo aplazaré para otro viaje. Los precios,
además, eran muy competitivos.
El pasaje entró en trance y nos
quedamos dormidos. La hora de retraso en la salida y la diferencia horaria con
respecto a España (una hora más) lo aconsejaban para llegar fresco a las
últimas maniobras: paso del control de pasaportes (más rápido de lo que imaginé
al ver una larguísima fila y recordar que aún no era espacio Schengen), la
recogida de equipaje (que no tuve que realizar) y el transporte hasta el centro.
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