Creo que he entrado en todos los
locales a instancias de sus dueños y para congraciarme con ellos. En todos he
encontrado algo singular, algo que ha merecido mi atención y me ha obligado a
sacar una foto, charlar con los vendedores, olisquear por aquí y por allá.
Un joven de raza blanca habla a
toda velocidad con un comerciante en su lengua local, el wolof. Negocian algo
con decisión, casi como si discutieran. Cuando termina le pregunto. Lleva un
año y medio como profesor y ha adquirido cierto dominio de esa lengua. Es de
California. Muestra ese aspecto de aventurero hippy, de ciudadano del mundo que
no se ha restringido a un trabajo rutinario y aburrido. Sin duda, no se hará
rico, pero habrá llenado su vida de experiencias, de la sabiduría de comparar
mundos. Me hubiera gustado llevar una vida similar en otro tiempo, cuando la
juventud eliminaba cualquier inconveniente y estaba impulsada por la aventura.
Los artesanos van limpiando la
madera, la pulen, la pintan y barnizan. La madera de Gambia es excelente y da
piezas estupendamente talladas, sin prisa, con intuición y maestría. Diría que
con orgullo y pasión.
Las máscaras, y especialmente
las antiguas, me fascinan. Si estuviera mi hermano Jose se llevaría un
contenedor completo. Es lógico que atrajeran la atención de los cubistas. Su primitivismo
es esencia de arte, de la humanidad.
Ramón se pone a jugar con uno de
los comerciantes. En ese juego de mesa local hay dos campos, uno para cada
jugador. Seis cuencos con cuatro elementos pequeños, como aceitunas. Cada vez
que te toca, tomas las piezas de uno de los cuencos y tienes que poner una en
cada cuenco a la derecha. Te llevas todas las del último cuenco. Terminará
cuando uno de los jugadores se haya comido todas las del contrario.
Mis compañeros salen con alguna kora
y algún tambor para completar los regalos a la familia y los amigos.
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