Mecido por las apaciguadas olas
del mítico mar dejo que mis pensamientos se evadan y hagan lo que les dé la
gana en esta última mañana. Las palmeras están más tranquilas, el viento sonríe
como lo haría cualquier gambiano que vive la vida de forma sencilla y la playa
brilla como un tesoro tan evidente que nadie lo ve.
Ha sonado el despertador a las
8:30 y no he tratado de demorar la salida del refugio de las sábanas. El
ventilador me ha saludado, a su modo, claro, porque él tiene sus
peculiaridades. Me ha reconfortado ver que todas mis pertenencias estaban
desperdigadas por la inmensa sabana urbana de mi habitación. Es la mejor forma
de sentirse rico.
El oleaje en ese momento es un
poco violento y no entiendo que el mar muestre un rostro de cólera en la parte
más cercana a la orilla. Le miro y le explico que nosotros no somos receptivos
a las bravuconerías, así que debe calmarse y guardar fuerzas porque aún le
falta por mover unos cuántos millones de olas. Me da que no ha hecho mucho caso.
Peor para él.
Nos han servido rápido. Quizá
querían recoger el desayunador para dedicarse a otros menesteres o querían que
pudiéramos disfrutar extensamente de nuestro último día.
Hemos dejado el equipaje en las
habitaciones de los que van a permanecer en el país uno o dos días más. En mi
caso, en la de María Antonia y Miguel Ángel, que nos han acogido con esa eterna
hospitalidad sincera.
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