El paseo entre nuestras
habitaciones y el restaurante de la playa es encantador. La iluminación de los jardines
y de sus árboles más emblemáticos me encanta. Me entretengo un poco empapándome
de ese escenario natural.
El mar y la brisa acompañan a
nuestra mesa. Quizá haga un poco de fresco, aunque después de tanto calor lo
considero una bendición. Empezamos a charlar y alabamos el precioso entorno. Una
música demasiado baja a la que nadie hace caso se filtra en las conversaciones.
La comida se aprecia mucho más con la buena compañía en este precioso lugar.
A los postres, Miriam nos pide
nuestra opinión, como una encuesta, algo parecido a la primera noche en que
cada uno expuso un rinconcito de su alma. Ahora es un resumen de nuestra
vivencia. Todos destacamos el papel esencial de Miriam en nuestra felicidad. Es
una más del grupo y con su entusiasmo nos ha ayudado a disfrutar como no
recordaba. Parece mentira que hace diez días no nos conociéramos porque todos
tenemos la sensación de que somos buenos amigos desde hace años y que lo
seremos para la eternidad, algo muy tópico, pero también muy cierto.
Es evidente que hemos tenido una
gran suerte con el grupo, divertido, animado, cariñoso. Nadie ha sacado los
pies del tiesto. Comento que nos ha faltado una figura habitual: el psicópata turístico.
Es ese verso suelto, esa persona que nunca está de acuerdo, que siempre se
aísla, que hace todos los comentarios desafortunados y fuera de lugar. Es
verdad que luego da mucho juego en las conversaciones del grupo.
Hacemos un esfuerzo para
encontrar algo malo, algo que no nos haya gustado. Teniendo en cuenta que el
recorrido ha tenido algunos momentos difíciles y poco convencionales, lo cierto
es que algunas carencias nos las hemos tomado con deportividad, con humor.
Miriam ha sorteado con profesionalidad y, especialmente, con cariño, esas
pequeñeces que en otro viaje o ámbito hubieran dado lugar a incidencias, lo que
luego cuentas como anécdotas.
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