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En Gambia no pasa nada 108. Unas jóvenes al atardecer.


 

El atardecer es consciente de su destino. Trata de ocultarse el sol tras unas nubes rasgadas. El atardecer no va a ser puro. Qué fastidio. Aunque seguro que aporta algo espectacular. La nube es tan densa que simula un cabo que se adentrara en el mar para tocar el bruñido horizonte, como en un amor imposible y literariamente complaciente. El efecto que provoca es hermoso por la difusión de los colores. El mar es dorado, de una riqueza impactante.

Una vendedora sostiene sobre su cabeza un cubo con piñas. Parece que la hubiera situado allí la oficina de turismo de Gambia para aprovechar las palmeras y los cocoteros que son la aspiración de un turista bien educado. Un hombre mayor con muletas intenta vender sus abalorios con escaso éxito.



Me animo a dar un paseo, aunque sea solo. Pensarán que soy un ermitaño. Me encuentro con un grupo de chicas jóvenes que sonríen de forma tímida y luego se carcajean abiertamente cuando les pido que me hagan una foto con mi móvil. Escrutan con curiosidad, sin duda, no atraídas por este cuerpo escultural que me ha dado dios y al que he castigado con algunos kilos. La más decidida abandona las rocas y entre bromas me retrata. Les pido hacer una foto de ellas seis y aceptan, aunque esconden el rostro cuatro de ellas. Miran a derecha e izquierda, como si fuera pecado y no quisieran que nadie lo supiera. Me hace gracia. Las seis llevan el preceptivo velo y sus vestidos se deslizan hasta los tobillos. La fractura de la imagen tradicional la dan los móviles, su principal distracción, lo que provoca que hablen y compartan confesiones y confidencias, como todas las adolescentes. Preguntan mi nombre y mi país y eso es suficiente para que vuelvan a mostrar sus blancas dentaduras y sus ojos afilados. 



Abandonan las rocas, se suben ligeramente los vestidos, de forma muy púdica, y se mojan los pies. Envidiarán a las extranjeras que se pueden bañar totalmente y se escandalizarán con los diseños de sus bikinis. Disfrutan con ese atrevimiento sencillo, con romper las estrictas reglas. Me siguen durante un rato, me giro varias veces, me saludan, no ponen inconveniente a que les haga alguna foto más.

Probablemente sean de familias pudientes, de clase media alta, educadas en un colegio privado. Son elucubraciones mías. Su ropa es de buena calidad, van bien arregladas, disfrutan del ocio. No tienen que buscarse la vida.

Su ocio es tan simple como reunirse en la playa y charlar, mojarse los pies, intercambiar unas palabras con extranjeros. Me pregunto qué ocurriría si una chica occidental se enfrentara a estas escasas distracciones. Puedes imaginar la respuesta. Vuelvo a preguntarme, una vez más, si son felices. Si son más sensibles que yo a este atardecer desgarrado por la bruma densa. Ahora una parte de la nube se desprende y forma una ola inmensa en el cielo, un tsunami disgregado que ambiciona devorar definitivamente al sol para alimentar la noche.

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