El atardecer es consciente de su
destino. Trata de ocultarse el sol tras unas nubes rasgadas. El atardecer no va
a ser puro. Qué fastidio. Aunque seguro que aporta algo espectacular. La nube
es tan densa que simula un cabo que se adentrara en el mar para tocar el
bruñido horizonte, como en un amor imposible y literariamente complaciente. El
efecto que provoca es hermoso por la difusión de los colores. El mar es dorado,
de una riqueza impactante.
Una vendedora sostiene sobre su
cabeza un cubo con piñas. Parece que la hubiera situado allí la oficina de turismo
de Gambia para aprovechar las palmeras y los cocoteros que son la aspiración de
un turista bien educado. Un hombre mayor con muletas intenta vender sus
abalorios con escaso éxito.
Me animo a dar un paseo, aunque
sea solo. Pensarán que soy un ermitaño. Me encuentro con un grupo de chicas jóvenes
que sonríen de forma tímida y luego se carcajean abiertamente cuando les pido
que me hagan una foto con mi móvil. Escrutan con curiosidad, sin duda, no
atraídas por este cuerpo escultural que me ha dado dios y al que he castigado
con algunos kilos. La más decidida abandona las rocas y entre bromas me retrata.
Les pido hacer una foto de ellas seis y aceptan, aunque esconden el rostro
cuatro de ellas. Miran a derecha e izquierda, como si fuera pecado y no
quisieran que nadie lo supiera. Me hace gracia. Las seis llevan el preceptivo
velo y sus vestidos se deslizan hasta los tobillos. La fractura de la imagen
tradicional la dan los móviles, su principal distracción, lo que provoca que hablen
y compartan confesiones y confidencias, como todas las adolescentes. Preguntan
mi nombre y mi país y eso es suficiente para que vuelvan a mostrar sus blancas
dentaduras y sus ojos afilados.
Abandonan las rocas, se suben
ligeramente los vestidos, de forma muy púdica, y se mojan los pies. Envidiarán
a las extranjeras que se pueden bañar totalmente y se escandalizarán con los
diseños de sus bikinis. Disfrutan con ese atrevimiento sencillo, con romper las
estrictas reglas. Me siguen durante un rato, me giro varias veces, me saludan,
no ponen inconveniente a que les haga alguna foto más.
Probablemente sean de familias
pudientes, de clase media alta, educadas en un colegio privado. Son elucubraciones
mías. Su ropa es de buena calidad, van bien arregladas, disfrutan del ocio. No
tienen que buscarse la vida.
Su ocio es tan simple como
reunirse en la playa y charlar, mojarse los pies, intercambiar unas palabras
con extranjeros. Me pregunto qué ocurriría si una chica occidental se enfrentara
a estas escasas distracciones. Puedes imaginar la respuesta. Vuelvo a
preguntarme, una vez más, si son felices. Si son más sensibles que yo a este
atardecer desgarrado por la bruma densa. Ahora una parte de la nube se
desprende y forma una ola inmensa en el cielo, un tsunami disgregado que
ambiciona devorar definitivamente al sol para alimentar la noche.
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