Las ramas de las palmeras se han
cansado de incitarme a devolver su saludo. Son palmeras bien educadas, no sé si
habrán pasado por la escuela de hostelería local en donde es seguro que les
habrán inculcado el perfecto servicio al cliente. Han llamado mi atención, que
no se quejen, especialmente al filtrar la luz del sol que va decreciendo en
intensidad y que me abraza en una de las tumbonas bajo una sombrilla. Soy la
imagen del turista sufriente. Me fijo en la caseta del socorrista, que destila
aventuras infantiles. Mis amigos duermen alrededor mío en otras tumbonas.
Es la imagen idealizada del
turista del norte, que desea esa palmera imposible de inclinación impropia que
le ayuda a desprenderse de sus preocupaciones y sella en su memoria la
sensualidad del trópico, la de envidia insana en cuanto entra por el móvil
enviada por el que sufre a la sombra. Es también un paisaje para revivir el
pasado, los tiempos en que nos lanzábamos a la arena sin que nuestros padres
nos controlaran demasiado.
El oleaje trae cintas de espuma
que se rinden en la orilla. Pocos bañistas. Es hora de siesta, de calor, de
vagancia, de buscar la sombra y dormir después de la visita a Banjul y la
comida.
Como dice Isa, vamos sintiendo
ese efecto entristecedor al acercarse el final del viaje. El cansancio me
entristece. Por eso me doy un breve baño, me despejo y me sitúo a la sombra de la
sombrilla para escribir un rato. No paro de alzar la vista y mirar al horizonte,
la línea gris que se convierte en azul, plana, difusa. No sé si adivino la
existencia de alguna embarcación. A mi izquierda, el sol se posa con reflejo
metálico, una plancha que cualquier platero ansiaría trabajar. Me gusta en ese
estado primitivo.
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