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En Gambia no pasa nada 106. Una playa, una siesta.


 

Las ramas de las palmeras se han cansado de incitarme a devolver su saludo. Son palmeras bien educadas, no sé si habrán pasado por la escuela de hostelería local en donde es seguro que les habrán inculcado el perfecto servicio al cliente. Han llamado mi atención, que no se quejen, especialmente al filtrar la luz del sol que va decreciendo en intensidad y que me abraza en una de las tumbonas bajo una sombrilla. Soy la imagen del turista sufriente. Me fijo en la caseta del socorrista, que destila aventuras infantiles. Mis amigos duermen alrededor mío en otras tumbonas.

Es la imagen idealizada del turista del norte, que desea esa palmera imposible de inclinación impropia que le ayuda a desprenderse de sus preocupaciones y sella en su memoria la sensualidad del trópico, la de envidia insana en cuanto entra por el móvil enviada por el que sufre a la sombra. Es también un paisaje para revivir el pasado, los tiempos en que nos lanzábamos a la arena sin que nuestros padres nos controlaran demasiado.



El oleaje trae cintas de espuma que se rinden en la orilla. Pocos bañistas. Es hora de siesta, de calor, de vagancia, de buscar la sombra y dormir después de la visita a Banjul y la comida.

Como dice Isa, vamos sintiendo ese efecto entristecedor al acercarse el final del viaje. El cansancio me entristece. Por eso me doy un breve baño, me despejo y me sitúo a la sombra de la sombrilla para escribir un rato. No paro de alzar la vista y mirar al horizonte, la línea gris que se convierte en azul, plana, difusa. No sé si adivino la existencia de alguna embarcación. A mi izquierda, el sol se posa con reflejo metálico, una plancha que cualquier platero ansiaría trabajar. Me gusta en ese estado primitivo.

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