El segundo incumplimiento de mi
promesa de no comprar es en la zona de artesanías. Otro mundo. Hasta se puede
respirar sin problemas, el ambiente sazonado con serrín, pinturas y barnices.
Impera el orden y cierta soledad. Los vendedores han despertado al oler carnaza,
turistas que tienen que completar la lista de regalos y recuerdos. El grupo va
goteando hacia esta zona, menos agobiante. Suenan los trabajos de carpintería. Mucho
del mobiliario de los hoteles donde se alojan los turistas se fabrica aquí. Recuerda:
“solo mirar”, como expresan siempre. No hacerlo es una afrenta. No queremos un
conflicto.
Conchas marinas, cuadros hechos
con arena, algunos francamente imaginativos, figuras estilizadas, algunas en
equilibrio inestable, escenas étnicas, que es lo que vende, estilo claramente
africano, máscaras, esculturas de tamaños inasumibles, koras, esos
instrumentos de mástil largo y caja como de laúd primitivo, piezas esperando
ser pintadas y dotadas de vida, pequeños ejércitos de piezas, algunas
escondidas y olvidadas no se sabe por qué ya que son ingeniosas y transmiten
mucho, los carpinteros a su bola, los artesanos en éxtasis creador, piezas que
no hay forma de clasificarlas, menos mal, que así son más turbadoras, ejércitos
pacientes a la espera de órdenes de combate, tortugas congeladas en su
posición, barcas de pesca de forja, monedas, un soldado despistado entre
animales salvajes, descuido de algún turista inocente, máscaras con melenas de
trencitas y ojos que se marcharon dios sabe dónde, señoras orondas, animales
con rasgos mitológicos. ¡Puff! No terminaría nunca.
Tardamos un poco en volver a
reunirnos fuera. Aprovechamos para seguir enriqueciendo nuestra mente.
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