No voy a comprar nada, salvo
esas violentas percepciones mágicas. Mucho producto a granel dormita en enormes
sacos. La unidad básica de venta entra en una de las latas que vivieron tiempos
mejores.
Tengo la sensación de que el
trazado ha sido diseñado por un ingenuo creador de laberintos. No me atrevo a
demostrar que he captado su orden y que puedo regresar al punto de encuentro
sin seguir el itinerario trazado por Miriam. Me encanta amagar con perderme,
situarme, entrar en la boca del lobo.
Aunque me he conjurado para no
comprar nada caigo en los puestos de karité, un producto utilizado en
cosmética, estupendo para la piel y el pelo. En España es caro y aquí barato. Mi
hermana y mi cuñada lo apreciarán. Lo exhiben como si fuera una masa enorme de
mantequilla que cortan y meten en recipientes de plástico de varios tamaños.
Las vendedoras sonríen al no
comprender por qué mostramos tanto entusiasmo ante algo tan cotidiano: ¡qué
simplones son estos blancos!, deben pensar. Y no les falta razón. Estamos
acostumbrados a los mercados callejeros en España, también coloridos y
atractivos, de caos organizado. Pero esto es otra cosa. Aquí la impresión es
que toda medida para domesticarlo sería inútil, lo que aporta un plus adicional
de… que cada uno lo defina.
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