La indiferencia provocada por la
ciudad se torna inmediatamente en entusiasmo, en ruido desordenado de música
dodecafónica a la africana, en olores que atacan y se repliegan para dejar paso
a otros más violentos o acariciantes, según la zona del mercado, que es
colorido, sombras, vitalidad, incluso por parte de las vendedoras sentadas con
mirada lánguida y precisos y periódicos golpes de sus abanicos sobre la carne o
el pescado.
Avanzar es pesaroso, aunque es
una bendición porque obliga a ir despacio y atento a ese bombardeo de
sensaciones. Esquivamos porteadores, carretillas que pueden causar un
desaguisado en las piernas o en los pies, compradores locales, más bien mujeres
lanzadas a hacer la compra con eficacia de cirujano, cuidado al tomar esa curva,
no te pierdas el detalle de aquella mercancía en equilibrio inestable o en la
otra que parece iluminada por las geometrías de Escher, por favor, no te pares
que montamos un atasco y luego descontrolamos, madre mía qué contraste entre la
zona de sol y la de sombra, no me importaría comprar ese pescado, aunque con
tanta mosca solo lo haría para una exposición, la vendedora me anima a tomar en
mis manos esa cajita, qué placer el aroma de karité, hago slalom y un poco de
contorsionismo para no caer ni ser atropellado, me infiltro un poco más en esta
selva urbana, otro vendedor que insiste en que pase a su tienda, qué desmadre
de organización que es la hermosura del caos, no sé si por aquí ya he pasado y
entonces me he perdido, por ahí asoman los del grupo, no, señora, no voy a
comprar eso para mi mujer, más productos, un perfume halagador que me frena y
me obliga a dejar penetrar ese aroma que me despeja la nariz, con qué precisión
corta esa señora de vistosas telas amarillas tajadas de pescado, el olor del
pescado puede seguirse por el aire sensual que asciende como una bailarina de harén,
madre mía, qué competencia por conquistar el palacio de los sentidos, cierra
los ojos y entrégate a la invasión de olores mezclados, los voy repartiendo por
el cerebro pero no hay forma humana de segregarlos, abro los ojos y todo me
parece digno de atención, una señora baja el cuchillo en señal amistosa, menos
mal porque me hubiera asustado, tropiezo, sigo, me paro, recibo una mirada
lánguida, intemporal, la mujer traslada su espíritu, indomable, a mis ojos, los
sonidos se atenúan, pocas voces, saludo con una ligera inclinación del cuerpo,
como un samurái, intercambio una sonrisa por la mía, fascinante trueque, busco
algo del orden inaprehensible, no hay forma, déjate de monsergas y siente, no
pienses, que luego te pierdes, el sol se incorpora y reparte fastuosas sombras
como si hoy tuviera un excedente que no puede guardar al atardecer, alza nuevos
perfumes, percibo con ello los sabores, resalta colores, vivos, impacientes.
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