El ambiente de la mañana es
sereno. El cielo azul claro, sin mácula, transparente y sincero, hace brotar
una luz que dota a todo de unos colores que llenan el espíritu de optimismo.
Los verdes son radiantes, las sombras suaves. Amarillos, pardos tenues y una
paleta de colores acariciante me recibe en el jardín y me impulsa hacia la
playa donde está el restaurante donde desayunaremos frente al mar.
Nuestros aficionados a la
ornitología nos han contagiado el deseo de contemplar las aves que han salido
de sus escondrijos para pasear, comer y saludarnos con sus cantos. Hacia la
izquierda, entre las ramas de las palmeras, se delinea el palacio de congresos.
A la derecha, varias construcciones, bungalows, una piscina y un espacio donde
los monos campan a sus anchas. Un joven de seguridad me explica que les
encantan los frutos de las palmeras y que se mueven por esa pradera, las
terrazas de los edificios (cuidado con dejar algo en las mismas) y las altas matas
pasando olímpicamente de los huéspedes del hotel. Quizá les han arrebatado una
parte de su hábitat natural, pero se han adaptado perfectamente al nuevo.
Fijando un poco la mirada, o atento al movimiento de las ramas, es fácil
contemplarlos y que ellos fijen la vista en los ingenuos visitantes. Sigo
bajando entre esa naturaleza domesticada y refrescante.
El canto de los pájaros y los
chillidos de los monos son sustituidos por el tímido fragor del mar. Las olas
continúan con su ritmo cansino. Las tumbonas están vacías, espectros de
personas pasmadas mirando al mar, y es raro observar a alguien caminando o corriendo.
El día aún se está desperezando.
Sentados en torno a una larga
mesa están ya la mayoría de mis compañeros. El resto no tardará en llegar y
reanudarán charlas y conversaciones. Me ausento mentalmente y me quedo con la
vista fija en el mar. Las olas rompen demasiado lejos, o eso me parece. La
arena está cubierta por la sombra clara de los edificios.
Tardan bastante en servirnos, a
pesar de que Miriam, como siempre, tomó nota del desayuno. Las tortillas de
vegetales, que es lo que he pedido, se eternizan y me entrego al café desleído
para entretenerme. No me importa porque invierto la espera en el paisaje: lo
merece. Temo que se hayan olvidado. Las traen cuando el resto ya ha terminado.
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