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En Gambia no pasa nada 92. Un reducto de armonía. Quizá un poco aburrido.


 

Entrar en el hotel Kololi es entrar en el paraíso: buenas instalaciones, jardines de cuidado césped con flores, cocoteros y palmeras, monos saltarines que pasan olímpicamente de los huéspedes, aves que se posan sobre las ramas para ser admiradas con calma, varias piscinas y una habitación muy amplia con todas las comodidades imaginables (agua transparente, con presión, caliente, si quieres) que es un regalo después de alojamientos más sencillos, aunque siempre decentes. El personal es amable y a veces tienes la impresión de que flota o ha sido severamente entrenado para que no haga ruido. Siempre saludan con una sonrisa. Penetro en el paraíso en la mejor de las compañías.

Subo a la habitación con intención de descansar un poco, darme una ducha ligera para quitarme el sudor y los diversos estratos mugrientos sobre la piel, esencial para no contaminar la piscina, en donde terminaría de refrescarme. Todo despliega su encanto para facilitar el acceso a la felicidad. Mejora mi letra al escribir sobre un aparador que hace las funciones de mesa.



Me reconforta la ducha, me asomo a la terraza sobre el jardín, bajo y compruebo que no hay nadie. El cielo expresa su deseo de acabar cuanto antes las maniobras del atardecer y me convence de que no alcanzaré a tiempo la puesta de sol sobre el Atlántico. Me quedo un poco bloqueado. Vuelvo a la habitación y me tumbo sobre la cama (sin mosquitera, no es necesaria) con el arrullo del ventilador sobre mi cuerpo.

Recuerdo que ese paraíso me trae pocas sensaciones. Para vivirlas con intensidad hay que abrir hasta el último poro de los sentidos y el corazón. No recuerdo del olor de la hierba (quizá aún tenía la nariz seca por el polvo) o el aroma que apacienta la brisa de la tarde, una caricia de un amante considerado. Los grillos marcan un ritmo monótono que vence al silencio. Busco el sonido de las aves y no lo encuentro.



Me siento estúpido tumbado en la cama. Aún tengo el suficiente ánimo para poner la alarma del móvil. Me quedo traspuesto y noto un cansancio ancestral. La llegada ha causado una relajación que ha despeñado mi ánimo. Quizá porque me he alejado de los más necesitados, de los proyectos solidarios y me he entregado sin resistencia al mundo mercantil, al turismo tradicional que aquí no es de masas aunque aspire a ello. Me he perdido el atardecer, al que soy fiel seguidor siempre que puedo. Es demasiado valioso para un urbanita como yo que no lo puede gozar en su ciudad. Las puestas de sol son esencias de amor y romanticismo y no puedo dejarlos escapar.

Todo viajero tiene un mal momento desnudo de sensaciones.

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