Entrar en el hotel Kololi es
entrar en el paraíso: buenas instalaciones, jardines de cuidado césped con
flores, cocoteros y palmeras, monos saltarines que pasan olímpicamente de los
huéspedes, aves que se posan sobre las ramas para ser admiradas con calma,
varias piscinas y una habitación muy amplia con todas las comodidades
imaginables (agua transparente, con presión, caliente, si quieres) que es un
regalo después de alojamientos más sencillos, aunque siempre decentes. El
personal es amable y a veces tienes la impresión de que flota o ha sido
severamente entrenado para que no haga ruido. Siempre saludan con una sonrisa. Penetro
en el paraíso en la mejor de las compañías.
Subo a la habitación con
intención de descansar un poco, darme una ducha ligera para quitarme el sudor y
los diversos estratos mugrientos sobre la piel, esencial para no contaminar la
piscina, en donde terminaría de refrescarme. Todo despliega su encanto para
facilitar el acceso a la felicidad. Mejora mi letra al escribir sobre un
aparador que hace las funciones de mesa.
Me reconforta la ducha, me asomo
a la terraza sobre el jardín, bajo y compruebo que no hay nadie. El cielo
expresa su deseo de acabar cuanto antes las maniobras del atardecer y me
convence de que no alcanzaré a tiempo la puesta de sol sobre el Atlántico. Me
quedo un poco bloqueado. Vuelvo a la habitación y me tumbo sobre la cama (sin
mosquitera, no es necesaria) con el arrullo del ventilador sobre mi cuerpo.
Recuerdo que ese paraíso me trae
pocas sensaciones. Para vivirlas con intensidad hay que abrir hasta el último
poro de los sentidos y el corazón. No recuerdo del olor de la hierba (quizá aún
tenía la nariz seca por el polvo) o el aroma que apacienta la brisa de la tarde,
una caricia de un amante considerado. Los grillos marcan un ritmo monótono que
vence al silencio. Busco el sonido de las aves y no lo encuentro.
Me siento estúpido tumbado en la
cama. Aún tengo el suficiente ánimo para poner la alarma del móvil. Me quedo
traspuesto y noto un cansancio ancestral. La llegada ha causado una relajación
que ha despeñado mi ánimo. Quizá porque me he alejado de los más necesitados, de
los proyectos solidarios y me he entregado sin resistencia al mundo mercantil,
al turismo tradicional que aquí no es de masas aunque aspire a ello. Me he
perdido el atardecer, al que soy fiel seguidor siempre que puedo. Es demasiado
valioso para un urbanita como yo que no lo puede gozar en su ciudad. Las
puestas de sol son esencias de amor y romanticismo y no puedo dejarlos escapar.
Todo viajero tiene un mal
momento desnudo de sensaciones.
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