Miriam nos ha metido por un
estrecho corredor entre las construcciones, las cajas y la gente. Por el centro
corre un regato negruzco con un agua pestilente. Casi se agradece el aroma del
pescado, fuerte, convencidos de que está a punto de pudrirse, lo cual no es
cierto. Seguro que el pescado y el marisco que hemos comido y comeremos ha
salido de aquí. Y nos ha entusiasmado, como nos entusiasma este mercado en que
las ventas se suceden o se anclan bajo las costrosas sombrillas en que se
intenta resguardar el que puede.
Los plásticos son omnipresentes.
El fuerte olor a sudor de los trabajadores flota compitiendo con el resto de
los olores. Busco aromas que no sean tan hirientes.
Alcanzamos la orilla y caminamos
procurando esquivar a la gente, no mojarnos los pies con las olas (no lo
consigo) y no darnos un golpe con cajas, maderas, carretillas o cualquier otro
objeto tirado por el suelo. Muchas barcas están despobladas y se balancean
ligeramente, agitan sus estandartes, las banderas de varios países. Son de
puntal alto, estrechas y alargadas, las proas adornadas como para una romería marina
con ojos que se clavan en nuestra mirada, peces, nombres, colores organizados
en bandas en una decoración festiva.
Las más cercanas solicitan la
ayuda de hombres que se ponen a un costado y descargan las capturas. Las redes
aún están desordenadas en cubierta. Cuando todo está descargado arrastran la
barca hasta la arena y entre todos la depositan en la playa fuera del alcance
de las aguas. Es una maniobra solidaria. Si fuera necesario nosotros también
contribuiríamos. Esto ocurría en nuestra tierra no hace tantos años.
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