El caos es hermoso en Gambia. Lo
escribo y no sé cómo justificarlo, aunque la belleza es subjetiva y no tiene
que seguir los rígidos dictados de la razón. En Gambia, ni siquiera de la
estética.
Salimos del primer mundo
representado por el glamuroso restaurante donde hemos comido. Es nuestra
realidad occidental donde lo más chocante son los adornos de navidad, árbol
incluido, en un clima tropical que destila un calor apabullante. Cruzas la
calle y te sumerges en un desmadre que lleva décadas o siglos funcionando
eficazmente. El ambiente parece una estampa del pasado, una exposición de
imágenes de algo pretérito, colosalmente pintoresco. Quizá alguien de una escuela
de negocios debería de analizar el diseño del sistema de este microcosmos
chocante. Si lograra redactar un protocolo y que lo aplicaran merecería el
Nobel de economía.
El sol impacta sobre el desorden,
sobre la pobreza, los desperdicios, las construcciones desbaratadas de
interiores tenebrosos donde los hombres se asoman con rostros desgastados y
miradas dispersas. Montan guardia a la entrada sin ninguna intención de impedir
el paso. La visión es suficiente para no atreverse a acercarse.
El pescado está por todas
partes. Expuesto al sol, ahumado, fresco y con enjambres de moscas, en
carretillas que impulsan fornidos hombres que cualquiera diría que son atletas
de élite de piel brillante, en cajas que cuidan y protegen señoras de aspecto
orondo y vestidos rutilantes, amarillos, verdes, azules, blusas blancas, faldas
a cuadros, tocados sencillos y vistosos. La variedad de especies es increíble y
me paro ante algunas de ellas con admiración. Las vendedoras me miran con
fastidio porque saben que no soy un potencial comprador. Se niegan a que las
fotografíe, como es lo habitual, pero se niegan a que fotografíe el género. Están
hartas de los turistas.
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