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En Gambia no pasa nada 89. El mercado de pescado de Tanji 1.


 

El caos es hermoso en Gambia. Lo escribo y no sé cómo justificarlo, aunque la belleza es subjetiva y no tiene que seguir los rígidos dictados de la razón. En Gambia, ni siquiera de la estética.

Salimos del primer mundo representado por el glamuroso restaurante donde hemos comido. Es nuestra realidad occidental donde lo más chocante son los adornos de navidad, árbol incluido, en un clima tropical que destila un calor apabullante. Cruzas la calle y te sumerges en un desmadre que lleva décadas o siglos funcionando eficazmente. El ambiente parece una estampa del pasado, una exposición de imágenes de algo pretérito, colosalmente pintoresco. Quizá alguien de una escuela de negocios debería de analizar el diseño del sistema de este microcosmos chocante. Si lograra redactar un protocolo y que lo aplicaran merecería el Nobel de economía.



El sol impacta sobre el desorden, sobre la pobreza, los desperdicios, las construcciones desbaratadas de interiores tenebrosos donde los hombres se asoman con rostros desgastados y miradas dispersas. Montan guardia a la entrada sin ninguna intención de impedir el paso. La visión es suficiente para no atreverse a acercarse.



El pescado está por todas partes. Expuesto al sol, ahumado, fresco y con enjambres de moscas, en carretillas que impulsan fornidos hombres que cualquiera diría que son atletas de élite de piel brillante, en cajas que cuidan y protegen señoras de aspecto orondo y vestidos rutilantes, amarillos, verdes, azules, blusas blancas, faldas a cuadros, tocados sencillos y vistosos. La variedad de especies es increíble y me paro ante algunas de ellas con admiración. Las vendedoras me miran con fastidio porque saben que no soy un potencial comprador. Se niegan a que las fotografíe, como es lo habitual, pero se niegan a que fotografíe el género. Están hartas de los turistas.


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