La luz entra a raudales. Es una
luz generosa que se instala en el básico mobiliario de la habitación circular.
Se posa de forma selectiva, como si solo quisiera dejar trazos de los objetos y
me retara a completar los perfiles. Son tiras de luz y sombra, una alternancia
absolutamente geométrica.
No he tenido que acudir a
conjuros o a frotar una lámpara mágica para conseguir el despliegue de esa
belleza sencilla en un ámbito humilde, un minimalismo que cuadra bien con el
lugar. Esa es la magia de Gambia.
Salgo al exterior y esa luz
impacta en mi rostro con dulzura. Se apega a mí como un buen amigo. Se combina
con los pájaros. Siempre hay pájaros en los amaneceres de Gambia. Me gusta
entretenerme unos instantes en identificarlos, yo que tengo tan pocos
conocimientos de aves. Pero sé distinguir sus plumajes, los picos, los mechones
en la cabeza o sus distintos portes. Sé apreciar su belleza. Canta un gallo
para evidenciar que va en hora, chisporrotea uno en un vuelo nervioso, exótico
y cantarín. Lo hace sobre mi cabaña, la del guerrero kunda. Me desea suerte y
me ayuda a despejar mis ojos de las telarañas que me impiden ver con fluidez.
El ciclo de vida de mi cuerpo despierta, se activa y toma ritmo.
Se me olvida la llave, regreso a
la habitación. La luz que penetra por la ventana cubierta con una sencilla tela
me parece fascinante. La fotografío, aunque sé que la sensación no podré
captarla con la cámara del móvil. Es un espectáculo poderoso sobre mi mente.
Capto y proceso. Activo mis sentidos.
Empiezo a tener sensación de
regreso. Entramos en los tres últimos días.
El desayuno está instalado en el
exterior. Sería una herejía no aprovechar ese momento. Saludo, me saludan, nos
preguntamos qué tal hemos dormido siguiendo un ritual de cortesía que se ha
transformado en interés por el amigo. Así sabe mejor el café o el té, el pan
con mantequilla y mermelada o nocilla.
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