Las rutas estaban dominadas por
organizaciones que comerciaban sin piedad con el ansia de progreso. Ofrecían
transporte “seguro” a cambio de cantidades excesivas. Unas veces alcanzaban el
destino de esa etapa. Otras, eran estafados por gente que se hacía pasar por
intermediarios de confianza que se aprovechaban de su bondad. Siempre había
alguien que conocía a otro, que tenía un vehículo y que conocía la zona, que
sabía por dónde se debía ir para evitar controles o emboscadas. Otras veces, les
tendían una trampa y les entregaban a las autoridades, que les robaban, les vejaban
y les apaleaban.
La sensación al leer el libro y
otras experiencias es que iban al matadero, a un destino incierto. Muchos se
quedaban atrapados en el camino sin poder continuar ni regresar. Y muchos
morían y su recuerdo quedaba flotando en el desierto, sin una tumba donde
pudieron acudir a recordarles sus familiares y amigos. Muchos no facilitaban
sus nombres ni direcciones verdaderos y por ello eran inidentificables por lo
que permanecerán en el limbo.
Sentí su angustia y en ocasiones
me solidaricé con las lágrimas de sus parientes y amigos. Alcé mis oraciones
por ellos. Sentí su dolor, el ciego sol, la sed y la fatiga mientras avanzaban.
También me desprendí, como ellos, de mis más preciados recuerdos para aliviar
peso y poder continuar.
El sufrimiento se combinaba con
la solidaridad. Los que caminaban juntos se hermanaban, no podían permanecer
indiferentes ante las penurias del otro. Ese era uno de los mensajes positivos.
Surgía el heroísmo o lo que interpretaríamos como locura. Solo la providencia
podía diferenciarlos.
“Volveremos a vernos, no me cabe
duda”, dirían al separar sus caminos. Quizá nunca más volvieran a verse. Esas
anónimas historias de superación podían acabar con “me vuelvo a casa” y
reconozco mi fracaso o “no voy a rendirme ahora”. Los sueños rotos respiraban
en el ambiente.
Puede que nunca se sepa nada de
ellos: dónde murieron, en qué circunstancias, después de cuántos sufrimientos.
Dónde estaría su tumba.
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