Iniciamos el regreso y los
colores de la naturaleza van transformándose, ganan en palidez, intiman con los
primeros pasos del atardecer, cuando es lento y casi no lo percibes salvo que
estés muy atento. Lanzamos la mirada a las ramas de los árboles y a esos frutos
enormes como patatas o judías gigantes aplastadas o los alargados de los
baobabs. En el tronco de uno de ellos, junto a un termitero, parece que
hubieran tallado la puerta de acceso al hogar de un hobbit en el árbol.
Pasamos junto a unas
edificaciones bajas que no sabría decir si continúan en uso. Son las más antiguas.
Se protegen con una valla de chapa. Las chapas onduladas también han sido
utilizadas para el tejado, puertas y ventanas. En un muro resalta, aunque va
camino de desaparecer, un letrero pintado: panadería pizzería Jirong.
El orfanato está dedicado a la
memoria de Kaddy Jammeh. A esta hora está cerrado y silencioso. Revivirá mañana
por la mañana. Las flores resaltan en el muro de entrada y otorgan el color de
la esperanza para esas criaturas que han iniciado su aventura en este mundo sin
apoyo de unos padres. Aquí resucitan sus opciones de una nueva oportunidad.
Cuanto más te vas acercando al ecuador
los atardeceres son más rápidos, casi una caída violenta del sol que no se anda
con miramientos y se lanza a refugiarse en el horizonte, quizá extenuado por
habernos machacado durante todo el día. El atardecer es cobrizo, gastado, se
filtra por las ramas y las hojas, con timidez inmadura.
Aprovechemos que se demora un
poco. Seguro que Miriam le ha dado instrucciones para que sea bondadoso y nos
haga gozar. Lo que no consigue Miriam no lo consigue nadie.
La noche nos arroja al descanso,
sentados bajo el árbol comunal o con una buena y relajante ducha en la
habitación.
Escribo un poco y dejo que la
noche avance. Luego me uno al resto del grupo.
En la cena tomaremos pollo
empanado, patatas fritas, tallarines y ensalada. Y grandes dosis de charla. Eso
que nunca falte.
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