La guest house funciona
como centro comunal. Es una construcción de una planta con un amplio salón que
utilizaremos como comedor, una cocina y cuatro habitaciones en que se
distribuye parte del grupo. En un patio, a la espalda, otra cocina y otras
dependencias.
El resto nos refugiamos en unos
bungalows en forma de chozas circulares hechas con ladrillos o carambucos, como
las que hemos contemplado en otros lugares utilizadas como habitaciones, museos
o dedicadas a otros usos. La mía toma el nombre de un pájaro, Guerrero Kunda, que
está pintado en el muro exterior.
El lugar habitual de reunión se
concentra bajo un frondoso árbol de grueso tronco. Diría que es un árbol del
caucho, pero puedo afirmar sin sonrojarme que será cualquier otra especie. No
importa su nombre y sí su sombra y el poder de convocatoria del que goza. Allí
se instalan unas sillas en arco, como para una terapia de grupo, y nos sentamos
siempre que no hay otra actividad.
Miriam nos anima a entrar a la
casa y sentarnos a la larga mesa. Nos espera pollo con sémola y otra agradable
salsa casera. De postre, sandía, que ha comprado Miriam en el mercado, o
plátanos, que proceden de los campos cultivados por la comunidad. Todo
delicioso, por lo que como más de lo que sería razonable.
Las primeras horas de la tarde
son de intenso calor. Una de las opciones es gozar de la sombra del árbol
comunal y del diálogo con los compañeros. Siguiendo mis pequeñas disciplinas, y
a causa del ligero cansancio, me refugio en mi cabaña. Es bastante básica, aunque
acogedora, con su propio baño. La cama ocupa casi el centro. Del techo cuelga
una mosquitera que está recogida en un nudo. Por las ventanas entra una luz
edificante. Lo que más me llama la atención es un pupitre de colegio que desplazo
hasta una de las ventanas. Es estupendo para escribir, como así hago. Pongo un
poco de música en el MP3. Activo el ventilador para refrescar el ambiente. Me
dejo enamorar por la inspiración.
Un rato después caigo en los
brazos de Morfeo.
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