Tengo la impresión de que los
baobabs son más pequeños. Es una simple apreciación sin justificación alguna. Me
he acostumbrado a su presencia desperdigada en los campos, montando guardia
para los agricultores. Los baobabs me parecen muy humanos. Mejor aún, siento
que son como esos monstruos buenos de los cuentos infantiles que provocan
terror por su aspecto y que son bonachones e incomprendidos. Porque con sus
brazos extendidos pretenden atraer a la gente para prestarles ayuda. Son
solidarios e incomprendidos. Les tengo un cariño especial.
Continúan los controles, aunque
más laxos y sin tanto celo como al principio de nuestro desplazamiento hacia el
interior del país. Para entretenerme un poco me fijo en los carteles que
publicitan los proyectos solidarios de varios países. Me llama especialmente la
atención uno de Japón por lo alejado de este país. Todo puntúa para sacar de la
pobreza a estas magníficas gentes.
Las charcas se alternan con ese
campo a veces monótono. Todas acogen aves de un color blanco de una pureza esencial,
casi religiosa, como si el barro de las charcas no pudiera contagiarles sus
colores de suciedad. Destilan armonía edénica, me relajan.
En N’jau somos conscientes de
estar muy cerca de la frontera con Senegal. También de que estamos volviendo
hacia el mar, hacia el oeste.
Dejo de mirar el paisaje que se
ofrece al otro lado de las ventanas y me entretengo con los pequeños tatuajes
en el brazo de María: el sol, la luna, una estrella y un planeta con un aro,
sin duda, Saturno.
Charo nos deleita con un surtido
de canciones españolas que canta con pasión. Rinde homenaje a El Arrebato, Melendi,
India Martínez y otros cantantes que son bastantes populares, aunque no los
sigo en España en absoluto.
Adelantamos a un carro que
transporta a escolares. En el interior destacan los coloridos uniformes de los
chavales que van muy formales y casi se resisten a mirarnos y a agitar sus
manos saludando. Tienen suerte con ese transporte escolar que para nosotros
sería muy precario.
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