Nunca pensé que una furgoneta fuera
un buen lugar para las relaciones sociales. Hace años, cuando estudié en el
colegio la asignatura de comercio, el profesor resaltó que una empresa era,
ante todo, un lugar para relacionarse con otras personas a las que les unía un
vínculo común.
La furgoneta no es como la
oficina de una empresa. Aquí el espacio es más reducido y los desplazamientos,
imposibles. Caes en un asiento y de ahí no te mueves. La ventaja es que casi
puedes hablar con cualquiera y seguir varias conversaciones al mismo tiempo,
algo muy español. Por eso, la furgo se llena de sonidos, de palabras, de
diálogos un tanto surrealistas para un testigo independiente y de un desmadre
divertido para los ocupantes de ese espacio. Nos acoge para relacionarnos, para
impulsar más nuestro deseo de conocer a los otros, integrarlos en nuestras
vidas.
Nos quedan dos horas de trayecto
hasta Jirong, el pueblo de Kalilu, del que habrá tiempo para hablar largo y
tendido. Las nubes siguen siendo las grandes ausentes y el terreno se vuelve
más seco, más amarillo, indefectiblemente plano y con vocación de no arrugarse
ni al tocar el horizonte. El campo está salpicado de pequeñas aldeas de chozas
cuadradas y techos de paja, una estampa muy típica de Gambia. La gente trabaja
con una temperatura atroz que daña el alma solo de verla. La tierra es roja.
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