Me resguardo en la habitación
hasta poco antes de la hora de la cena, a las ocho. Estaba pegajoso, quemado
por ese sol que he admirado mientras ha hecho acto de presencia y ha interpretado
tantos papeles deliciosos. Arranco el polvo pegado a la piel con una ducha que
será como un bautizo regenerador que me devuelve a la condición humana. Siento
que he perdido algo del contacto con los dioses, con las fuerzas de la
naturaleza, con espíritus inexplicables. Escribo un rato, me tumbo un poco, lo
suficiente.
Aprovecho la conexión de wifi
para contactar con el mundo, mandar fotos y mensajes. Charlamos en torno a una
cerveza. Nos avisa Miriam que mañana no habrá cobertura y así lo advierto a la
familia.
Los mosquitos son guerreros
belicosos, suicidas, impertinentes. La noche los ha drogado y se lanzan contra
nosotros. Me rocío de Relec, como el resto, dejamos una peste en el
ambiente tremenda y contemplamos las bombillas del comedor abierto. Para que no
nos devoren, Miriam pide que apaguen la luz sobre nuestra mesa, que comparto
con Ángel, Mar, Alicia, María Antonia y Miguel Ángel. En la paralela, que
disfruta de luz suficiente para iluminar la nuestra, otro grupo de españoles.
La cena es sencilla y sabrosa: pollo
con sémola y patatas y otra deliciosa salsa.
Los rostros son de gente cansada.
La idea de prolongar nuestras clases de baile se desvanece y la arrastra la
brisa nocturna. Charlamos, se une a nosotros Miriam después de haber organizado
lo necesario para que disfrutemos de la jornada de mañana.
Solo hace unos días que nos
conocemos y, sin embargo, reina una inmensa fraternidad. El grupo es genial:
divertido, jaranero.
Escribo una hora antes de dormir.
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